Las metáforas de Mandela

Miguel A. Murado

INTERNACIONAL

¿Cuál es el legado de Mandela? Para entenderlo primero hay que aceptar una singularidad suya: Madiba no hizo, fue

07 dic 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

El fin del apartheid en Sudáfrica ilustra un principio triste pero importante: el fin de la injusticia no implica necesariamente el comienzo de la armonía. La desaparición del apartheid era una necesidad moral y política. No es que fuese peor que sus alternativas, sino que cualquier alternativa era preferible al racismo institucionalizado. Pero la esperanza de los que luchaban contra él era sustituirlo, no solo por una democracia, sino por una que resolviese los problemas de todos sus ciudadanos.

Desgraciadamente, esta parte del sueño político del Congreso Nacional Africano (CNA) no se ha llegado a cumplir más que muy parcialmente. Es mucho lo que se ha logrado en el camino de la integración entre las distintas comunidades, pero el sueño de la nación arco iris no se ha hecho realidad. En muchos aspectos la población negra sigue sin poder desarrollarse completamente en su país. La población blanca vive en un extraño limbo de privilegio económico y exclusión política. Las barreras sociales han reemplazado a las étnicas y la violencia política de antes se ha metamorfoseado, en cierto modo, en la criminalidad, elevadísima.

¿Cuál es el legado de Mandela, entonces? Para entenderlo primero hay que aceptar una singularidad suya: Mandela no hizo, fue. Es el caso casi único de un político que apenas gestionó nada, ni siquiera en su movimiento político. Su única aportación importante antes de su detención en 1964 había sido, paradójicamente para su imagen actual, la de crear el brazo armado del CNA, La Lanza de la Nación (Amnistía Internacional le negó por eso la condición de preso de conciencia). Luego, cuando finalmente salió de prisión, sus diez años en el poder fueron más bien mediocres. Mandela, el político, no está a la altura de Mandela, el símbolo.

Pero es el símbolo donde está el legado. El valor de Mandela fue el de las metáforas: primero la de la resistencia, cuando, en durísimo encierro en Robben Island, condenado a trabajos forzados doce horas al día, era la encarnación perfecta de una Sudáfrica también encadenada y forzada a trabajar en las minas. Luego como metáfora de la reconciliación. Una metáfora improbable. Hoy nadie lo imaginaría, pero en vísperas de su liberación los políticos occidentales temían que fuese un nuevo Jomeini (el CNA estaba todavía en la lista de organizaciones terroristas de Estados Unidos). Mandela logró dar un vuelco a la semántica de su vida: en vez de «El Vengador», como le llamaban los rapsodas que cantaban sus hazañas, se metamorfoseó en «Madiba», el padre de todos. Para ello se ayudó hábilmente del tradicionalismo de la sociedad africana. Mandela pertenecía a la aristocracia, a una familia de reyes. Esta suma de prestigios le permitió mantener su lugar simbólico en el centro de la nación, cohesionándola.

Esas metáforas han dado todo lo que tienen que dar de sí. Para la Sudáfrica actual son modelos agotados. Los problemas del país ahora son otros. Entre ellos el principal quizás sea ese exceso de prestigio ganado por el CNA, en gran parte gracias a Mandela. Perpetuado en el poder, anquilosado y con graves problemas de corrupción, el partido que liberó a Sudáfrica es ahora un obstáculo para su progreso. Se hace indispensable una alternancia que permita airear las instituciones, pero por ahora no se la ve por el horizonte. Como suele ocurrir en estos casos de partidos institucionalizados, la diversidad política, en vez de expresarse a través del pluralismo, lo hace por medio de enfrentamientos internos, y la muerte de Mandela puede tanto desatar una lucha por su herencia como ayudar a pasar página. Los antiguos navegantes portugueses tenían dos nombres para lo que hoy es Sudáfrica: a veces le llamaban Cabo de las Tormentas, a veces Cabo de Buena Esperanza. Habrá que pensar que en el futuro de Sudáfrica también caben ambas cosas.