Un tesoro dentro del cetáceo

Á. M. Castiñeira REDACCIÓN / LA VOZ

HEMEROTECA

Las ballenas eran en los años veinte la gallina de los huevos de oro, y aún más con el cachalote que cazó un vapor de Corcubión: en su interior tenía una sorpresa

23 jun 2018 . Actualizado a las 13:25 h.

Miércoles, 5 de mayo de 1926

Las factorías balleneras eran a mediados de los años veinte una novedad. No estaba muy claro si lo que empezaban a hacer sus vapores era cazar o pescar... «Hacía siglos que gentes galaicas no se ocupaban» de ello y «se había perdido la tradición [...] hasta el punto de que nuestros bravos marineros negaban la existencia del mamífero en la costa gallega». La planta instalada en una aldea de Corcubión despertaba tal curiosidad que en 1924, algunas semanas antes de su inauguración oficial, fue una de las atracciones de las fiestas locales, según el programa que reproducía La Voz: «Por la mañana, concierto y paseo. A las cuatro de la tarde, excursión a la factoría ballenera de Caneliñas, con exhibiciones del cetáceo y explicación de su aprovechamiento». Un acto este «curiosísimo, aunque maloliente», que provocaría «gestos de asco y aún de espanto».

No era de extrañar. Se diría que había ensañamiento, un odio como el Ahab hacia Moby-Dick, a la hora de «descuartizar y sumergir en enormes calderas los trozos del monstruo, o triturar y calcinar sus huesos en hornos y prensas».

Aun así, la decena larga de noruegos que trabajaban en la factoría «consumían para su sustento y regalo la carne del cetáceo lo mismo que si fuese el más exquisito manjar» y explicaban entre risas: «Magníficos bistecs, créanlo ustedes [...]. Hasta que se incorporaron a esta factoría las gentes del país, nosotros no consumimos otra carne». Pero «¿carne o pescado?». «Como ustedes quieran [...]. Ahora hacemos venir [...] ternera de Corcubión y de Cee, por que no digan... ¡Pero la carne de ballena, recién cortada y condimentada, sabe muchísimo mejor. ¡Palabra!».

Lo aseguraba también la publicidad de la factoría flotante que por aquel entonces se encontraba en aguas próximas a Vigo. Decían sus anuncios: «Carne de ballena. Autorizada la venta por el laboratorio municipal. Contiene iguales propiedades alimenticias que las demás carnes. Se expende al público en el mercado del Progreso, al precio de propaganda de 1,50 pesetas kilo [...]. Se servirá a domicilio».

«Pronosticamos cierta vez, exagerando, que a este paso acabaríamos por oír en las calles el pregón ‘‘¡Quen quer ballenas!’’ igual que se escucha hoy el melancólico de ‘‘Compren lampreas’’. Y acabaremos por ver cómo se cotiza esa carne fresca de ballena o cachalote en los puestos de la plaza de abastos», decía el periódico en referencia a la rápida expansión de esta industria.

Aunque esa era solo una parte del negocio, que incluía también «la distribución comercial de aceites y grasas y barbas de ballena, para diversos usos industriales, y de guano procedente de la calcinación y trituración de las carnes y huesos del cetáceo, así como de los cachalotes», que, a la vez, proporcionaban «con frecuencia cantidades apreciables de ámbar gris». Y eso no era cualquier cosa...

«¡472.000 pesetazas!»

En febrero de 1925, el vapor Morote arrastró hasta Caneliñas «un cachalote con un verdadero tesoro en el abdomen. Como si dijéramos el premio gordo en forma de cetáceo. El tipo del animal no seducía ciertamente por su belleza ni por sus proporciones. Desmedrado, descolorido y bastante raquítico, fue recibido con indiferencia. ¡Un cetáceo camelo! ¡Un parvenú despreciable! Pero la primera cuchillada exploratoria del noruego de tanda acusó en seguida la presencia del codiciado ámbar gris en el intestino del animalito». Se le extrajo una cantidad que al precio de cotización que se manejaba en Londres equivalía a «¡472.000 pesetazas! Casi medio millón de pesetas en ámbar. ‘‘¡Alabado sea Dios! ¡Na miña vida tal vin!...’’, como decía sin dar crédito a sus ojos ni a sus oídos un pescador indígena».

Las ballenas eran la gallina de los huevos de oro, especie que raras veces sobrevive a la avaricia humana. En treinta meses entraron en la planta de Caneliñas «1.253 ballenatos y 42 cachalotes». El texto que sigue se publicó ocho años después. «El negocio, en grande desarrollado, fue una realidad. Pero cuando ofrecía perspectivas mas halagadoras, faltó la materia prima [...] y se acabó la industria».