Nueva industria para endulzar la mesa

Á. M. Castiñeira REDACCIÓN / LA VOZ

HEMEROTECA

Con el desastre del 98, dejó de llegar el tradicional azúcar de caña. En Padrón se creó una fábrica que lo elaboraba con remolacha. La Voz la visitó recién inaugurada

07 abr 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Hasta que el yanqui se empeñó en liberar los territorios españoles del Caribe y de Asia, el azúcar de caña endulzaba casi todas las mesas. A diferencia de lo que ocurría en el resto de Europa, el de remolacha era escaso. Perdidas las colonias, y visto que la caña no se daba igual en Andalucía que en las Antillas o en las Filipinas, estalló una fiebre por levantar fábricas que procesasen la planta de raíces rojas. En Padrón se instaló una.

Recordaba Fernando Salgado en sus Historias de Galicia que la empresa, al igual que otra similar que abrió en Caldas, duró apenas un lustro, acuciada por problemas diversos. Algo se intuía ya cuando las naves y su majestuosa chimenea fueron inauguradas junto al río Sar, «al pie de la vía férrea de Santiago a Pontevedra», en 1901. Un periodista de La Voz que recorrió las instalaciones tras su apertura explicaba: «Circunstancias accidentales harán más o menos crítica su situación actual, pero con razón nos decía con tanta profundidad como ingenio el gerente de la Azucarera de Padrón: ‘‘Esto ya está hecho, y no habría modo de convertirlo en un convento’’».

Sojuzgados a su encanto

Se imponía defender la nueva industria fuera como fuese, porque «con mejor o peor mercado, con mayor o menor coste en la producción», lo que empezaba a elaborar era «azúcar de remolacha gallega». En la inauguración, el cardenal Martín de Herrera brindó con admiración por el proyecto. «Cuando veíamos tocado de febril entusiasmo a uno de los prelados más parcos en expresiones de tolerancia para el libre progreso de la vida moderna [...] hubimos de pensar que no éramos nosotros solos [...] los sojuzgados al encanto de aquella inmensa creación mecánica», decía el reportero.

Describía la factoría como un «gran palacio, en donde las líneas severas, perfilando sobriamente la piedra, el cemento y el hierro, hablan únicamente al instinto de la utilidad, y cuyos penachos de humo, los haces eléctricos y los fragorosos ruidos que se desbordan por los amplios ventanales, son como una canturía grande y hermosa, entre la luz y el incienso de una solemne función al trabajo». «El largo de los edificios -continuaba- es de 110 metros, con un ancho de 20 a 30, según los pabellones». Aquella construcción «mixta de ladrillo y piedra», que había costado 800.000 pesetas, tenía, desde el Sar, «una toma de aguas de unos 400 metros de largo», por la que se surtía de «un caudal de dos metros cúbicos de agua por minuto». Bajo la chimenea, ocupaban «una sala de calderas dos generadores para 400 caballos de fuerza», que daban movimiento «a la inmensa maquinaria productora del azúcar», y cuatro más «para engendrar calor y otras manipulaciones de la fábrica».

Cuadradillo o granulado

La remolacha llegaba en unos «carretones hasta unos depósitos alargados», y desde allí era «arrastrada por la fuerza del agua» para entrar en los «diferentes aparatos de lavado». Y seguía: «Un elevador la sube a la báscula automática, que la pesa y la vacía en el corta-raíces. De este la pasa un transportador, ya desmenuzada en pequeños filamentos, a los difusores, dentro de los cuales se separan los jugos de la pulpa. Esta pasa al secadero de prensas, para servir luego de alimento al ganado, y los azucarados jugos recorren luego en maravillosa procesión, por mecanismo tan complicado como rápido y preciso en su funcionamiento, tubos, filtros, calderas, turbinas y elevadores, hasta embalarse, convertido ya en sólido y cristalino azúcar, en los sacos en que lo conducen al almacén». En ese recorrido, ya solo faltaba un último paso: «Las necesidades del consumo imponen aún, según las circunstancias, otra transformación, y ya se hace el cuadradillo, ya el granulado, ya otras muchas cosas que el comercio adquiere para detallar».

«Aun dado el exceso de producción azucarera de que es indudable se resiente en la actualidad el mercado, los dueños de la fábrica de Padrón quisieran ver ese almacén abarrotado». Pero eso, precisamente, además de que la remolacha era «escasa y costosa», sería lo que acabaría con la fábrica padronesa.