Describía la factoría como un «gran palacio, en donde las líneas severas, perfilando sobriamente la piedra, el cemento y el hierro, hablan únicamente al instinto de la utilidad, y cuyos penachos de humo, los haces eléctricos y los fragorosos ruidos que se desbordan por los amplios ventanales, son como una canturía grande y hermosa, entre la luz y el incienso de una solemne función al trabajo». «El largo de los edificios -continuaba- es de 110 metros, con un ancho de 20 a 30, según los pabellones». Aquella construcción «mixta de ladrillo y piedra», que había costado 800.000 pesetas, tenía, desde el Sar, «una toma de aguas de unos 400 metros de largo», por la que se surtía de «un caudal de dos metros cúbicos de agua por minuto». Bajo la chimenea, ocupaban «una sala de calderas dos generadores para 400 caballos de fuerza», que daban movimiento «a la inmensa maquinaria productora del azúcar», y cuatro más «para engendrar calor y otras manipulaciones de la fábrica».
Cuadradillo o granulado
La remolacha llegaba en unos «carretones hasta unos depósitos alargados», y desde allí era «arrastrada por la fuerza del agua» para entrar en los «diferentes aparatos de lavado». Y seguía: «Un elevador la sube a la báscula automática, que la pesa y la vacía en el corta-raíces. De este la pasa un transportador, ya desmenuzada en pequeños filamentos, a los difusores, dentro de los cuales se separan los jugos de la pulpa. Esta pasa al secadero de prensas, para servir luego de alimento al ganado, y los azucarados jugos recorren luego en maravillosa procesión, por mecanismo tan complicado como rápido y preciso en su funcionamiento, tubos, filtros, calderas, turbinas y elevadores, hasta embalarse, convertido ya en sólido y cristalino azúcar, en los sacos en que lo conducen al almacén». En ese recorrido, ya solo faltaba un último paso: «Las necesidades del consumo imponen aún, según las circunstancias, otra transformación, y ya se hace el cuadradillo, ya el granulado, ya otras muchas cosas que el comercio adquiere para detallar».