El veraneo en Galicia

Á. M. Castiñeira REDACCIÓN / LA VOZ

HEMEROTECA

Cabreiroá, desde donde El Hidalgo de Tor (Francisco Camba) envió la crónica que cerraba su gira de 1907 por los balnearios gallegos.
Cabreiroá, desde donde El Hidalgo de Tor (Francisco Camba) envió la crónica que cerraba su gira de 1907 por los balnearios gallegos.

En julio y agosto, meses inhábiles para según qué clases, bullen de gente las quintas, las casas de baños y los balnearios, convertidos en centros de la crónica social

19 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

«El verano en Galicia» o, en algunas ocasiones, «El veraneo en Galicia» fueron dos clichés que hicieron fortuna en las columnas de la primera página durante décadas. Solían acompañarlos retahílas como el siguiente extracto: «Balnearios gallegos. Molgas. Entraron: D. Juan Buján, de Puente Petín; D. Francisco Novoa, de Zorelle; D. Amado Arias, del Barco de Valdeorras [...]. Salieron: Doña Manuela García, para La Rúa; D. Eleuterio Losada, para Villamartín...».

Asomara o no el astro rey, bullía por la región gente dispuesta a aprovechar el tiempo de solaz. «Aquí, en Vigo, desbordóse un verdadero torrente de turistas: los trenes no cesan de arrojar sobre estas calles, en confuso tropel, una multitud», decía una noticia en el verano de 1900. «Ya tienen tarea segura los revisteros del gran mundo. Entre las expediciones a baños de mar, establecimientos hidroterápicos, viajes al extranjero, etcétera, hay tarea para una crónica diaria», avanzaba a comienzos de otra temporada estival un periodista que consideraba que lo del veraneo era, «más que una necesidad, una costumbre». «Nada existe -proseguía- en las relaciones sociales más estrechamente exigible a las personas de regular posición, en virtud de un censurable convencionalismo, que el viaje anual a baños o al campo [...]. ¡Cuántos van al campo, enemigos de esa plácida y tranquila vida, a aburrirse soberanamente, echando de menos las comodidades y diversiones de las ciudades! Pero lo impone la moda, el bien parecer, el qué dirán, y no hay más remedio sino sucumbir». 

«Cronista al agua»

Aquellos revisteros «tenían segura tarea». «Entre los que van y los que vienen, las matinées en tal quinta, las excursiones que organiza esta o aquella familia, las reuniones de la otra, las bodas proyectadas (que parece que se recrudecen con la vida veraniega) etc., etc., hay materia para escribir muchas cuartillas». Pero con cuidado, que «cronista veraniego que no tiene habilidad para manejar el incensario (sin incurrir, por supuesto, en brochazos de adulación) es cronista al agua».

A no ser que el cronista fuese la condesa de Pardo Bazán. A doña Emilia no le temblaba la pluma. «Hay tipos, grupos y familias que, entre julio y agosto, son infalibles al margen de las fuentes o bajo la lucerna del salón. La vanidad, la farsa social, las pretensiones incansables de la alimaña humana, que habíais dejado en Madrid con traje de seda y sombrero de copa, os las volvéis a encontrar con vestido de batista y marinerito de paja, pero más avispadas, más imperiosas, más resueltas aún por lo restringido del escenario. Vida semejante se parece a la de las colmenas, cuando las abejas trabajan debajo de un vidrio. Para el observador, estos núcleos debidos al veraneo son un filón riquísimo que bien podría explotar. La novela, en tales sitios, se escribe ella sola [...]. La vida exterior es fácil, sosegada y muy higiénica, sin duda alguna. En los balnearios se duerme, se pasea, se come a dos carrillos, se carga la mano en beber leche y en sorber excelente chocolate», escribía en 1894.

El filón lo aprovecharía en 1907 Francisco Camba. Disfrazado de Hidalgo de Tor, se embarcó, durante un mes, en una «peregrinación suave» por los balnearios gallegos. Desde cada uno iba enviando puntuales crónicas. Tui, Mondariz, Caldas, Cuntis, Verín, A Toxa... «El bote se ha acercado al muelle. Yo comienzo a ver, entre los bañistas, mucha gente conocida. Algunos de aquellos hombres evocan la idea de Madrid; otros rostros me traen el recuerdo de estas ciudades gallegas, adormecidas a la sombra de una catedral. Veo gente que, sin duda, ha venido de la humorosa Inglaterra... Y comienza a maravillarme un poco el no haber encontrado todavía el coche de manos de un paralítico, ni la triste visión de una muchacha joven y bonita, que se vale, para andar, de dos muletas...», escribía desde la pequeña isla. «La concurrencia, según he podido averiguar -decía en la misma columna-, pasa hoy de 350 personas, figurando entre ellas banqueros, aristócratas, políticos y otras personalidades de alta distinción y de universal renombre». 

«Il dolce far niente»

Para otros, sin embargo, la crónica veraniega no era más que el producto de una sequía. Decía Carlos Miranda en agosto de 1910: «Hoy, que unos y otros nos sentimos vagos, porque ¿quién trabaja con este calor?, y hasta los reporters no nos dan sucesos de esos que producen estupefacción... Yo, que soy esclavo de il dolce far niente, porque siempre es dulce lo de no hacer ná, debo confesaros paladinamente que no ocurre nada de particular...».