¡Hala Madrid!

GALICIA

24 abr 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Hubo un tratado de Versalles autonómico en el que el autonomismo triunfante decidió cómo desmontar el centralismo secular. Aunque parte de sus deliberaciones han quedado en la cara oculta de la historia, algo trascendió. Apoyados sobre los mapas de la Península todavía parcelados con criterios del Antiguo Régimen, los padres de la democracia (no había madres entonces) inventaron nuevas cartografías, agruparon provincias, recurrieron a los anales y establecieron lindes, en unos casos naturales y en otros fantasiosos.

Acabada la obra de la creación autonómica y antes de descansar el séptimo día, se dieron cuenta de que una pieza del rompecabezas había quedado suelta. ¿Qué hacemos con Madrid? Mientras miraban la hora para marchar, las opiniones se dividieron entre incluir a la capital en una de las dos Castillas recién formadas o hacer un Madrid DF. «Hagámosla comunidad autónoma», sugirió alguien cuando ya todo el mundo estaba de pie camino de la salida. Como se hacía tarde, hubo acuerdo. Así fue como el llamado por Camilo José Cela «poblachón manchego lleno de subsecretarios» nació como una comunidad cenicienta, con escasa alcurnia y destinada a diluirse en el nuevo marco administrativo.

Aquel principio evolutivo que nos dice que la función crea el órgano no se cumplió en Madrid. En esta ocasión, el órgano, o sea el aparato autonómico, crea un nuevo madrileñismo rescatado de las zarzuelas para situarlo en la política y dar lugar a líderes como Ayuso, el Pichi que castiga en versión femenina. Resulta que en aquella ficha colocada a ultima hora en el tetris autonómico, ahora se celebran una elecciones generales solapadas en las que ustedes están privados del derecho a decidir. Veamos. Los principales contendientes son de la liga nacional. Sánchez, que pone en el banquillo a Gabilondo; Ayuso, que hace de Casado su aprendiz; e Iglesias, que desea un refugio institucional desde donde seguir controlando su finca igual que los aristócratas de antes. Además, tras la erupción del 4 de mayo, las cenizas del volcán madrileño pueden provocar una Pompeya política con siglas calcinadas y una legislatura zombi. Un catalanismo quiere abandonar España; un madrileñismo, apropiársela.

¿Qué les queda a los que contemplan desde la lejanía el Vesubio madrileño después de ver en la distancia el Krakatoa catalán? Rezar para que el terremoto permanente de la política española no les agriete la casa. Al cabo de los años aquella autonomía creada en el Génesis democrático es un Estado de bolsillo que nos mantiene en vilo, sin derecho a bailar un chotis en su verbena electoral a pesar de ser estas unas generales anticipadas. Vistos sus éxitos en el fútbol, habrá que pedir ayuda a Florentino para que organice la liga autonómica de otra forma.

Ence y «Las mil y una noches»

Las mil y una noches se han enriquecido con dos nuevos cuentos referidos a una prosaica realidad industrial. El primero intenta encandilar a los oyentes con la idea de que el cierre de Ence no supondría una pérdida de miles de puestos de trabajo, gracias a una mágica solución que no se aclara, porque los cuentos son así. La otra fábula habla de un traslado igualmente prodigioso de la industria a un lugar invisible, sin que sea una dificultad el coste, el momento de la recesión pandémica, la existencia de una instalación similar en Asturias, o todos los estigmas que pesan sobre la fábrica. Previo a estos relatos hubo otro del género apocalíptico en el que la pastera no era tal, sino una central nuclear similar en peligrosidad a la de Chernóbil. Lo que ocurre ahora es que quienes legítimamente propugnan el cierre, quieren esquivar sus consecuencias recurriendo para ello a la ficción. Han convertido Ence en un tabú ideológico, pero las secuelas de su marcha no serán simbólicas. Nada mejor que recurrir a Las mil y una noches.

Fútbol y separación de poderes

La separación de la Iglesia y el Estado fue un proceso arduo que necesitó varios siglos y un sinnúmero de conflictos. No hay que extrañarse, por lo tanto, de que también sea complicado el deslinde entre el Fútbol y el Estado. Quien pensó que ambos poderes ya estaban separados se habrá llevado una sorpresa con lo sucedido con la Superliga. ¿Fue una versión balompédica de la lucha de clases en la que los poderosos quisieron imponerse sobre el proletariado del balón? Dejemos para el marxismo tardío semejante análisis. Lo esencial es la fogosa intromisión de los gobiernos en un asunto privado, planteado privadamente por empresas privadas. Tiene ecos de la querella de las Investiduras que enfrentó a papas y emperadores en la edad media. No hay clubes estatales, ni proyectos para nacionalizarlos y aún así los gobiernos irrumpen en el debate como si el fútbol fuese suyo, enseñando la tarjeta roja a los superligueros heréticos. Está visto que habrá que esperar unos siglos para que esta otra separación se produzca.