Responso por un árbol

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

GALICIA

AMADEO

04 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

A los gallegos se nos ha muerto esta semana uno de nuestros vecinos más ancianos: se trata del roble de Quindous, en Cervantes, uno de los árboles más viejos de Galicia, y al que en su pueblo conocían afectuosamente con el nombre de Caroco. Lo contaba el martes en estas páginas Dolores Cela: la nevada temprana del fin de semana pasado acabó con él. Incapaz de sostener el peso de la nieve en su copa de casi siete metros de diámetro, se partió por la mitad como si lo hubiese hendido el rayo. Los robles se resisten siempre a dar sus hojas, más que otros árboles, pero el Caroco se debió quedar absorto con el otoño y la nieve le sorprendió todavía vestido con sus hojas del color del albariño, con lo que el peso era aún mayor. Sucedió todo con nocturnidad, así que los vecinos nada pudieron hacer, más que escuchar por la noche el formidable quejido del roble. Fue por la mañana cuando se encontraron con el tronco desnudo de ramas, y las ramas en el suelo, arrancadas por el peso del invierno imprevisto y repentino.

Es una lástima. Se nos va así una de las «árbores senlleiras» de Galicia, un miembro de esa aristocracia forestal longeva que incluye al gran olivo de Vigo en el Paseo de Alfonso XII, al castaño de Pumbariños, al de A Capela en Begonte, a la higuera de Rosalía en Padrón... Pero además se trataba de un roble, y el roble es uno de nuestros tótems, un vegetal que es a la vez un símbolo; y cuando un símbolo desaparece es como un augurio de extinción.

Yo lo tengo visto varias veces, a este gigante de Quindous, en el camino a las pallozas de Piornedo. Escoltado por sus tres compañeros en la Praza do Campo, era una visión esplendorosa. Era un carballo albar, un «roble de fruto sentado». Con sus más de veinte metros de altura, era como un forzudo de circo, como un dios celta que se desperezaba benevolente sobre la plaza. Entiendo la tristeza de los vecinos, que han perdido su sombra densa para los días de calor del verano y el crujir de sus ramas en el otoño. Hueco por dentro, los niños jugaban a esconderse en su interior, que es una forma infantil pero profunda de comunión con la naturaleza que uno nunca olvida. El hueco de un roble es como un vientre materno de la naturaleza, una pequeña capilla del culto a la vida, donde a veces se escuchan los murmullos de la tierra. Entiendo la tristeza y la rabia de los vecinos, porque, además, quizás, se podía haber salvado al Caroco. Los paisanos habían recogido firmas el año pasado para que se le hiciesen podas sanitarias con regularidad, y se arreglase de paso la plaza. Pero los trabajos se han ido retrasando y ahora ya no llegarán a tiempo.

Ya sé que no será un consuelo para los vecinos de Quindous, ni para los niños que no tienen ahora su hueco para cobijarse en sus juegos, ni para el lobo, que ya no tiene a quien preguntarle direcciones, como quiere una vieja leyenda popular; pero de las muertes posibles que acechan a los árboles, esta del carballo de Quindous puede que sea de las más hermosas. No se ha secado, como sus congéneres en la Praza do Campo, ni lo ha calcinado el fuego de los vastos incendios de octubre del año pasado, ni lo ha fulminado un rayo, como les pasa a muchos robles. Se ha derrumbado como un gigante cansado, como un Atlas al que los años han ido minando la energía y no puede sostener el peso de un invierno más. Pero es la nieve, el más mágico de los meteoros, quien le ha dicho que ya basta. Le ha hecho ceder y partirse, y a la vez le ha arropado con su sudario helado, envolviéndolo como con una sábana blanquísima. Todo lo que está vivo tiene un final. Descanse en paz el Caroco de Quindous.