Manuel Fraga: sinfonía de poder en cuatro tiempos

Xosé Luís Barreiro

GALICIA

El expresidente de la Xunta creía que la historia lo había programado a él para hacer la transición.

22 ene 2012 . Actualizado a las 17:45 h.

Primer tiempo: Allegro ma non troppo

Un día, almorzando a solas con Fraga, le pregunté si notaba la diferencia entre el poder no democrático y el democrático, y en cuál de los dos se sentía más seguro y mejor realizado. Mi intención era la de convencer a Fraga -en esa tarea andábamos los jóvenes de entonces- de que debía hacer un gesto de distanciamiento respecto del franquismo, y en aquel momento ya tenía por cierto que, instalado ya en sus primeros éxitos de la democracia, porque la UCD ya se había derrumbado y AP ya había ganado las autonómicas gallegas de 1981, la pregunta no podía incomodarlo. Pero él se dio cuenta que mi pregunta iba mucho más allá de la curiosidad, y lejos de darme una de aquellas lecciones de «viejo maestro» a las que apelaba con frecuencia, se limitó a responder: «Mi querido amigo: yo no tengo la culpa de haber nacido en la fecha en que nací».

Para Fraga era absolutamente evidente que el hombre es «él y su circunstancia», y nunca sintió la más mínima necesidad de justificar sus primeros 30 años de vida política al servicio de la dictadura. Algunos años más tarde, tomando un café en su casa de Perbes y hablando de su prolongada entrega a la vida pública, retomó el tema casi sin venir a cuento, y lo saldó con algo que, supongo, quería decirme desde hacía tiempo: «Las razones que me llevaron a mí a servir al Estado en el franquismo son las mismas que lo llevaron a usted, treinta años más tarde, a servir a la democracia». Y yo, que tantas veces le repliqué o maticé sus análisis y conclusiones, reconozco sinceramente que ese día no le repliqué nada, porque, aunque intuía que el paralelismo tenía un grave sesgo.

Segundo tiempo: Presto agitato

La gran frustración de Fraga -me lo dijo más de una vez- era la transición. Don Manuel creía que la historia -para Fraga la historia era como de la familia, y la citaba para casi todo- lo había programado a él para hacerla, y que el rey se la había regalado a Adolfo Suárez de una forma poco meditada. También estaba seguro de que era el político mejor preparado que tenía España, y que era una anomalía que entre los artífices de los consensos constitucionales -González, Guerra, Pujol, Carrillo, Abril Martorell, Pérez Llorca, Arzalluz, Roca y el propio Suárez-, que no eran exactamente los miembros de la Ponencia Constitucional, no hubiese ningún catedrático, ningún letrado del Consejo de Estado ni ningún opositor de los que el consideraba mayores: registradores, notarios y jueces. Y, discutiéndole la idea al mismísimo Euclides, Fraga se consideraba también el inventor del centro, que a veces adjetivaba como centro político, y daba por cierto que la UCD se lo había birlado basándose de la posición preeminente que Suárez había alcanzado en el universo de la transición, y de la afección a UCD de toda la tecnocracia política que había sustituido a los verdaderos políticos del último franquismo.

Una parte importante del período de transición comprendido entre la muerte de Franco (20-11-1975) y el refrendo de la Constitución (6-12-1978) la había pasado teorizando una transición sin Constitución y sin ruptura, cuya base debería ser la sucesiva reforma, pautada y tranquila, de las leyes fundamentales, y cuyo garante debería ser un poder conservador obtenido en las provincias del interior -que consideraba la mejor garantía contra el separatismo- asentado en una ley electoral de carácter mayoritario. Errores, en este período, no reconocía ninguno, ya que el fracaso táctico que le abrió el paso a la UCD, único fracaso táctico que aceptaba -la borrosa y titubeante transición al estilo Arias Navarro, en la que ocupaba el papel vertebral de ministro de la Gobernación-, se lo imputaba solo a Arias Navarro. Y por eso no logró entender jamás por qué las elecciones le negaron cuatro veces la oportunidad de regenerar la España de finales del siglo XX desde la presidencia del Gobierno.

Cuando las elecciones de 1986 pusieron sobre la mesa la evidencia de lo que dio en llamarse el techo electoral de AP y de la Coalición Popular, Manuel Fraga inicio la retirada y dio la alternativa. A Hernández Mancha primero, y a Aznar después. Pero nunca interpretó su caída de la competición por el poder del Estado como algo normal, o como la lógica de la democracia, y siempre tuvo la sensación de que, valiéndose de muchos monicreques de segunda fila, la historia -esa ensoñación familiar a la que ya nos hemos referido- había desperdiciado su mejor oportunidad.

Tercer tiempo: Presto agitato

Es falso de toda falsedad que Fraga hubiese preparado la crisis gallega de Alianza Popular para abrirse un hueco de poder en el Finisterre. El principal responsable de aquella crisis soy yo, y por eso puedo dar fe de las cosas que influyeron en ella y de las que no, y es evidente que, salvo en cuestiones colaterales, aquel episodio tuvo poco que ver con Manuel Fraga. Pero es cierto de toda certeza que Fraga que consideraba ilógico y absurdo ascender hacia abajo, encontró en mi dimisión el hecho que esperaba para revestir de gesta heroica su vuelta -derrotado- hacia la patria chica. Y así se explica la rapidez con la que tomó sus decisiones, el entusiasmo desmedido con que se entregó a ellas, su vehemente inversión de la perspectiva del Estado y las enormes atenciones que me dedicó siempre en términos negativos, con la sola intención de convertirme en las antípodas de la acción política que tanto necesitaba.

Galicia fue para Fraga lo mismo que la isla de Elba para Napoleón: un imperio chiquitito en el que podía jugar a lo que quiso ser; un acelerador de nostalgias más potente que el acelerador de partículas del CERN; y un lugar para preparar el regreso hacia una España y una Europa que padecía los mismos desenfoques que la Francia y la Europa a la que quiso volver Napoleón. La única diferencia es que Fraga, al contrario de Napoleón, percibió muy pronto la irreversibilidad de su último destino, y por eso pudo evitar su Waterloo.

Desde esta posición de emperador recluido en su isla de Elba, Fraga llevó a cabo, con enorme éxito de crítica y público, otra sonora inversión de la realidad política y, en vez de sentirse afortunado por tener un sitio donde retirarse, empezó a decir que era Galicia la que tenía la suerte de contar con un gobernante providencial. Y así fue tejiendo su historia: en vez de recuperar su prestigio perdido gracias al gobierno de Galicia, era él el que le daba a Galicia el prestigio que no tenía. En vez de ser él el que evitaba un final anónimo y un olvido prematuro, era él quien situaba a Galicia en los mapas de la política y la actualidad; en vez de darse de bruces con la realidad autonómica que tanto había combatido, se convirtió en el inventor del galleguismo y de la autoidentificación; y en vez de interpretar su reclusión en Elba como la misericordiosa consolación de su derrota vital, sintió que aquel día -el de su primera toma de posesión- era la culminación de una meta que había perseguido durante toda su vida.

Pero la genialidad no estuvo aquí, porque el propio Napoleón se le había adelantado, sino en que el país le dio toda la razón, le otorgó cuatro mayorías absolutas y una quinta mayoría asombrosa, y lo consagró como su refundador, como el primero que entendió el modelo que había combatido, y como un segundo Breogán que el día 15 de enero del 2012 empezó su camino hacia la leyenda.

Cuarto movimiento: Finale moderato

Aunque viejo, enfermo y agotado, Manuel Fraga vivió su sueño de Elba hasta el último día, y la gente, que se ve que lo quería mucho, le respondió, aquí y en Madrid, en perfecta consonancia con su dignidad vitalmente interpretada. Solo yo, que voy por libre, veo en todo esto algo de teatro, como si la historia se estuviese interpretando al servicio de sus sucesores, o como si su legado político e intelectual estuviese afectado por el terrible adagio de Nietzsche: «Algunos espíritus remueven y enturbian sus aguas para que parezcan profundas». Descanse en paz.