La herida que nunca cura

GALICIA

Las familias gallegas que han perdido a alguno de sus miembros en las misiones del Ejército reviven su tragedia con cada nuevo incidente. Esta semana ha sido durísima

16 nov 2008 . Actualizado a las 12:29 h.

José ángel martínez parada

Muerto el 16 de agosto del 2005. Martínez llevaba cuatro años en el ejército. Era su primera misión. Tenía 21 años cuando murió.

«Voy todos los días al cementerio porque cuando no voy me pongo mala. Allí estoy un poco con él, le hablo, le rezo... Y me voy con la sensación de que estuve un rato con mi hijo». Carmen Parada habla del soldado José Ángel Martínez, su hijo, en la casa que el Galleta inauguró el día antes de partir hacia Afganistán. Era uno de esos chavales felices que estaban en el Ejército porque se le metió en la cabeza y no hubo quien lo convenciera de lo contrario. José Ángel, que heredó lo del Galleta de su hermano mayor, consiguió ahorrar para rehabilitarse una hermosa casita de piedra en el entorno de Ribeira. Tremenda fiesta la noche de la inauguración. La última en Galicia. Al soldado Martínez, campeón de patinaje, tirador de élite, al que no le faltaban novias ni amigos, le esperaba en el cielo de Afganistán el brumoso episodio del Cougar. Más de tres años después, Carmen Parada, que vive ahora con su familia en la casa que su hijo no pudo disfrutar, admite que la herida no se cura, aunque trabaja duramente para conseguirlo. «Me puse a trabajar de noche en una conservera para obligarme a estar ocupada. Por el día descansaba y estaba con mi hijo pequeño. No quería que estuviera solo, porque necesitábamos hablar y hablamos mucho. Mire, los psicólogos y las pastillas ayudan, pero hay que salir hacia adelante por una misma. Hay que luchar y salir, aunque el dolor no se pueda ni explicar y sepas que nada va a ser lo mismo».

Nunca más una fiesta

La humedad que desprenden los ojos de Carmen es la misma que está en los de Esther Níñez, la madre del soldado Iván Vázquez, otro de los jóvenes gallegos que cayeron con el Cougar . «Para mí no ha vuelto a existir un sábado, ni una fiesta». Esther sigue acudiendo a A Coruña al psicólogo y medicándose. «Es horrible, es horrible», murmura sobre el atentado que el domingo pasado acabó con la vida de dos nuevos soldados. «Es imposible no revivirlo todo -explica Lino, el padre del soldado fallecido-; los féretros bajando del avión y pensar que allí dentro está él, que hacía unos días había estado contigo, aquí mismo. Es algo que no se puede entender si no se vive. Hay que guardar las apariencias porque no se puede estar todo el día llorando por las esquinas, pero se lleva por dentro». Esther asiente, mirando al suelo: «Voy al cementerio cada quince días. Si estuviera más cerca iría más a menudo».

Para Alfonso Agulló, hermano del cabo primero lalinense Vicente Agulló, la distancia es algo mayor. Su hermano, una de las víctimas del Yak-42, falleció hace ya cinco años y medio: «Ha sido un luto muy duro. Agradeces los homenajes pero cuando acaban te quedas solo con un vacío enorme, porque hay un abrazo que ya no puedes dar. No, la herida no se cura».

Medallas y recuerdos

«Yo no he vuelto a ser la misma», admite Concepción Sánchez, la madre del soldado Pablo Iglesias. Cada nuevo atentado la devuelve a la tragedia del Cougar, donde falleció su hijo, el único que tenía, pero también a la reivindicación de la medalla de distintivo rojo para su hijo y el resto de los muertos en el helicóptero. Está arreglando en su piso de Lugo la habitación de Pablo, con sus medallas y sus recuerdos: «Quiero ponérsela como a él le hubiera gustado tenerla».