El Pegaso de los sueños

Mercedes Corbillón LA CIUDAD Y LOS LIBROS

FUGAS

Alfredo Conde
Alfredo Conde XAIME RAMALLAL

04 abr 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Baja del Pegaso de los sueños. Eso le decía un profesor a Alfredo Conde cuando se ausentaba, de cuerpo presente, de lo que sucedía en la clase. Solo cuando escuchaba algo que despertaba su atención regresaba al mundo real y se situaba en el pupitre donde estaba sentado. Eso le oí contar el otro día mientras hablaba de su libro Ruidos de fondo, la versión en castellano de Un vento que pasa, traducida por Belén Fortes para su editorial, Guiverny.

Para mí que Alfredo ya no recordaba mucho de lo que había escrito, porque desde entonces ya tiene acabada otra novela y algún otro texto que revisa, pule y da esplendor en su casa de Pedra Aguda.

AC no parece que decida contar, parece tener un torrente que le brota sin que él pueda hacer nada por evitarlo y así llega al lector, provocando una sed a la altura de la fuente, siempre copiosa y a veces barroca, pero clara. Es un autor de estilo que no se esconde tras las palabras, pero las embellece.

En esta ocasión el narrador es un hombre de edad provecta, algo relativo, pero no tanto, abogado fuera de ejercicio que sufre un ataque al corazón del que sale con vida, pero obligado a cuidarse y a hacer rehabilitación cardíaca. Allí, en ese gimnasio de hospital conoce a otros hombres en su misma situación que serán compañeros de singladura, de la misma manera intensa y pasajera que los tripulantes de un barco comparten destino. Precisamente uno es capitán de barco retirado, otro un cura exclaustrado y otro un inspector de hacienda. Todos están en ese momento en que casi todo es ayer y hay que pensar cómo enfrentarse a ese presente marcado por las exigencias dietéticas de la enfermedad y por las ausencias. Es el religioso el que sigue disfrutando de los placeres de la carne o, al menos, del divertido juego de la seducción.

La soledad y la vejez están presentes, enredadas la una en la otra como hiedras a los troncos de los árboles de su jardín, esos que trajo de sus viajes con los libros alrededor del mundo, pero aligeradas por el humor que lo tiñe todo y quizás también por la posibilidad de contarse.

Supongo que para un escritor envejecer es no tener nada que contar. Según eso, Alfredo es joven.