Juan Manuel de Prada: «Si hubiera escrito el libro que pensé hacer de la Guerra Civil, estaría en la cárcel»

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El escritor Juan Manuel de Prada, en Santiago, donde presentó su nuevo libro
El escritor Juan Manuel de Prada, en Santiago, donde presentó su nuevo libro SANDRA ALONSO

Siempre libre y desenfadadamente polémico, publica «Mil ojos esconde la noche», una continuación de «Las máscaras del héroe», libro que escribió con 25 años

25 jun 2024 . Actualizado a las 20:10 h.

Llego con unos minutos de antelación a la cafetería del tranquilo hotel santiagués Virxe da Cerca, convencido de que tendría que esperar, tejiendo el gurruño de mis nervios como si fuera de ganchillo. Pero él ya está ahí. Aristocráticamente sentado en un butacón. Y leyendo, claro. Es Juan Manuel de Prada, un Quijote moderno que no siente miedo al cargar contra molinos agigantados. O contra gigantes enmolinados. Un hombre que sueña el sueño imposible. A veces hasta en voz alta. A veces hasta delante de uno. Entonces solo se puede escuchar. Escuchar a la pluma que peina a contracorriente sus propias canas. 

—Tu último libro, Mil ojos esconde la noche, es una obra de encanijar o descuajaringar gigantes. A Picasso lo dejas por los suelos.

—Sí, hay desmitificación de una serie de personajes y realidades que, en mi opinión, han sido encumbradas o abiertamente manipuladas. El caso de Picasso es emblemático. Se han dicho sobre él muchas paparruchas que nada tienen que ver con la realidad. En los años de la ocupación alemana de París, él tiene una libertad plena de actuación. No tuvo ningún tipo de adhesión política a ningún movimiento de resistencia ni nada parecido. Todo eso son invenciones posteriores. Luego, en el aspecto de su vida personal cuento cosas que, en realidad, son ya conocidas y divulgadas. Picasso no fue ningún héroe, ningún resistente ni ningún comunista. Eso son paridas. Esta novela tiene un amplio trabajo de documentación detrás, usé los expedientes policiales originales de los personajes que aparecen. Las cosas que se cuentan son ciertas, no hay vuelta de hoja. Entonces, sí, hay un componente iconoclasta en la novela, pero que no es tanto una voluntad de querer provocar al lector. Es una mirada corrosiva, la del protagonista, pero trata de mostrar la realidad. 

—También se desgrana, aunque con algo más de ternura, a Gregorio Marañón, un gigante apocado y venido a menos.

—Marañón es un hombre que había sido un intelectual muy encumbrado por la república, pero él finalmente se desengaña de aquella república porque se da cuenta de los crímenes que se están cometiendo en Madrid. Se marcha de España por repugnancia hacia todo aquello y se exilia en París. Muy pronto tratará de ganarse la confianza del bando franquista. Luchó mucho por que le permitieran volver a España y ser reconocido, como finalmente lo fue. Regresó en 1942 e inmediatamente tomaría una posición de relevancia dentro de la cultura franquista, llegando a ser uno de sus mayores intelectuales. Pero para llegar hasta ahí tuvo que pasar la prueba de renegar de sus ideas de antaño, al menos nominalmente y adherirse a lo que llamaban la Nueva España. En sus años en París, él colabora mucho en las actividades culturales de la delegación de Falange. Tiene que pasar por las horcas caudinas de la nueva situación. Él consideraba en realidad que no había hecho nada malo que justificara su exilio. 

—A pesar de todos los horrores y las fealdades que retratas, hay en todo momento una especie de bondad latente...

—Es que no se puede ser malo sin interrupción. Fernando Navales (el protagonista) es malvado, pero tiene sus debilidades que muestra en momentos concretos, sobre todo con el talento ajeno, ante el que él se descubre. También ante el desvalimiento o la soledad. Situaciones en las que su maldad tiene que retraerse un poquito. Él sobre todo es un burlón que está resentido y de vuelta de todo, pero que en fondo es un cínico. En la novela hay un tono zumbón o humorístico constante. 

«Toda civilización tiene una fase de ascenso, una de culminación y, finalmente, una de decadencia, que es muy claramente en la que estamos nosotros»

—Venía leyendo en el tren «Aventuras de una peseta», de Julio Camba, y me he topado con una frase genial. Decía que menos mal que los antiguos romanos no descubrieron el cemento armado, porque entonces, en vez de ruinas de grandeza imperial, nos habrían legado unos mamotretos infumables. ¿Parte de nuestro problema presente es que hemos descubierto el cemento armado?

—Creo que la civilización occidental ha ido decantándose hacia la fealdad en muchos órdenes. Pero es un proceso de decadencia evidente. Podríamos hablar de tantas cosas, de tantos bloques de cemento en nuestras vidas. Toda civilización tiene una fase de ascenso, una de culminación y, finalmente, una de decadencia, que es muy claramente en la que estamos nosotros. Y aunque no queramos aceptarlo es así, indudablemente. En mi novela, lo que se cuenta de Francia es un presagio de lo que está ocurriendo hoy. Francia era, supuestamente, el país más poderoso militarmente, pero al final se pone de rodillas y se entrega de forma humillante. Cuando analizas cómo estaba Francia en aquella época entiendes muchas de las cosas que están pasando hoy. Son ocasos civilizatorios. Se pierden las raíces que aquellas cosas que nos dieron forma y sentido. Cuando a un árbol le cortas las raíces, inevitablemente, se acaba secando. 

—Has ido toda tu vida a contracorriente. ¿No te sientes un poco como Juan Bautista, clamando en el desierto?

—Puede ser. Pero uno tiene que seguir su camino, no hay otra posibilidad. Uno tiene que hacer lo que tiene que hacer. A mí es una cuestión que me ha dejado de interesar. Durante un tiempo, claro, te preocupa porque pierdes lectores y jerarquía literaria. Porque España es un país que tiene consagrados escritores ínfimos. De segunda, de tercera, de cuarta y de quinta. Se ensalzan y se promueven. Pero llega un punto que me da igual. He elegido un camino, y ese camino lo tengo que recorrer y se acabó, sin darle más vueltas. 

—Has hablado en más de una ocasión de este perfil de escritor mediocre engrandecido por la sociedad.

—Fundamentalmente creo que son escritores sistémicos. Que tienen la mente moldeada por los paradigmas culturales triunfantes, porque hoy es lo que sirve para ser aplaudido. Pero, además, suelen ser escritores mediocres. Son pura fórmula y se apuntan a las modas. Ahora está de moda hablar de mi papá, así que hago un libro sobre mi papá. Ahora está de moda lo policíaco, así que hago un libro policíaco. Es un rollo. Que si la vuelta al campo, que si la nostalgia de lo rural... ¡Es un horror! Pero la cultura occidental está metida en esta fase crepuscular, en la que se cae en lo epigonal y lo derivativo. Esto es así. Lo más preocupante, en realidad, es como están logrando entre tantos que las nuevas generaciones ya no tengan capacidad de discernir entre lo que es bueno y lo que es malo en términos morales o incluso estéticos. Ya hay generaciones que no han recibido la formación suficiente para darse cuenta de cuándo un escritor es bueno o es malo. Esto es más preocupante, sobre todo porque todos estos mediocres no podrían ni asomar la cabeza si no hubiera este otro fenómeno, que discurre paralelo. 

—¿Eres pesimista con el futuro?

—Soy un pesimista esperanzado. Creo que la naturaleza humana acaba pesando más que todas las imposiciones ideológicas. La naturaleza humana necesita belleza y necesita conocimiento, y esto acabará provocando una rebelión. Pero esto puede tardar mucho, incluso siglos. Aunque seguramente no tardará tanto, porque vivimos en un momento histórico de fin de época. Pensemos en ese momento entre la caída del Imperio Romano y el surgimiento de la cultura medieval. Pasaron siglos. Creo que habrá una reacción, pero no será de la noche a la mañana. Ahora, cuando hay intentos de reacción, tanto en el ámbito político como en el cultural, son reacciones desnortadas, porque las capitaneas personas que ya no tienen la formación ni los referentes para entender bien lo que está sucediendo, así que sus reacciones son aspaventeras y convulsas, pero ineficaces. Sospecho que aún tiene que pasar un tiempo. 

«La mayor parte de los artistas son gentecilla que vive de los paradigmas culturales que les han metido a martillazos en la cabeza»

—¿Hay que ser espiritual para ser un escritor profundo?

—Sí lo creo. En general, el artista tiene que tener una vida espiritual. Porque aquello con lo que está trabajando requiere búsquedas espirituales. Quizás por eso el arte de nuestra época es un arte muerto, sin vida. Porque los artistas de ahora son cada vez más personas desespiritualizadas o desalmadas. 

—El cine es otra disciplina a la que has dedicado bastantes pensamientos. ¿Te interesa algo del cine de hoy?

—No. No me interesa nada el cine actual. Es un cine con una infección ideológica bestial. Lo que ocurre en la literatura, en el cine ocurre mucho más. Porque la literatura no requiere tantas inversiones. Pero el cine sí, y los que invierten son aquellos que quieren tener a la gente formateada y manipulada. Hoy en día, ver una serie o una película es un horror porque casi siempre te están metiendo alfalfa ideológica. Es insoportable. Prácticamente he dejado de ver cine contemporáneo. 

—Emir Kusturica me dijo una vez que el cine entró en declive tras la desaparición de los Capra, Ford y compañía, que eran los grandes idealistas. ¿Compartes esta visión?

—Es discutible. Yo creo que la razón por la que el cine se fue al garete tiene que ver con los sistemas de producción. En el cine clásico el director era mucho más modesto. Un artesano que se limitaba a filmar una historia. Pero llega un momento en el que el director deja de convertirse en artesano y quiere convertirse en autor. Entonces intenta imponer sus mundos creativos. Y hay mundos creativos muy poderosos, claro. Pero el 90 % son una puta birria porque el cineasta es un botarate. Entonces te tienes que tragar sus pajas mentales, que encima son pajas mentales de pobre lacayo. Porque la mayor parte de los artistas son gentecilla que vive de los paradigmas culturales que les han metido a martillazos en la cabeza. El cine fue grande mientras el talento de los grandes maestros se aplicaba artesanalmente a historias que ellos consideraban que rimaban con su mundo creativo. Pero cuando es el artista el que quiere imponer su mundo, se acaba dando voz a gente de segunda.

—¿Es Alonso Quijano el único personaje cuerdo del «Quijote»?

—Sí, bueno. Yo es que considero que cuando el mundo se está equivocando tú no tienes que seguir el camino del mundo. Don Quijote percibe a su alrededor un mundo que le disgusta, y entonces trata de cambiarlo a través de su vocación. Me parece un ejemplo vital. Don Quijote, al final, representa el espíritu del barroco frente al humanismo renacentista. Su intento de restaurar los ideales de la caballería andante es un intento de restaurar los ideales de la Edad Media. Eso en aquel momento se podía hacer. Hoy, las cosas son más complicadas. Porque estamos en un período de aceleración histórica mucho más brutal, donde la presencia del mal es asfixiante. Esa presencia de mal llama la atención en mi novela. Pero es que la obra es una metáfora de nuestro tiempo. El mal es una cosa que tiene mil ojos y de la que es muy difícil escapar. 

—¿Uno de los síntomas de ese mal reinante es que la gente se ríe del bien cuando lo encuentra? ¿Que se reduce la bondad a un absurdo?

—Sí. La gente ya no distingue el bien del mal. El mal en el contexto histórico de mi novela se suele identificar con los nazis. Pero en esta historia apenas aparecen. Yo muestro también el mal de los franceses o incluso de los propios exiliados españoles. El mal está por todas partes, y llega un momento que no se identifica. Hoy en día pasa eso. Nos hemos acostumbrado tanto al mal que se ha convertido en el líquido amniótico en el que vivimos. Y de vez en cuando sacamos a unos peleles que son supuestamente el mal. «¡La ultraderecha! ¡La ultraizquierda!». Cualquier cosa para mantener a la gente entretenida e infundirle miedos para siga viviendo tranquila y plácidamente en el mal. 

—Nos cuesta mucho reconocer que el mal está también dentro de nosotros...

—Es verdad. Es más fácil pensar que el mal está en los otros o centrarnos en un enemigo para darle cuerpo al mal. Vivimos invadidos por el mal. Y el mal ahora se disfraza de bien. Es una cosa inevitable. Está profetizada, no hay más que leer el Apocalipsis. Es algo que tenía que ocurrir y está bien que ocurra de una maldita vez. La historia humana está designada. Tiene planteamiento, nudo y desenlace. El ser humano puede retardarla, pero el fin de la historia es inminente. 

«Cuando el mundo se está equivocando tú no tienes que seguir el camino del mundo. Don Quijote percibe a su alrededor un mundo que le disgusta, y entonces trata de cambiarlo a través de su vocación. Me parece un ejemplo vital»

—¿Siempre abrazaste esta moral tan particular que abanderas?

—Yo no he cambiado demasiado a lo largo de los tiempos. Hay gente que me quiere vender ahora como un converso, pero eso es radicalmente falso. Yo no he tenido ningún cambio brusco más allá de ir madurando y adquiriendo visiones más complejas de la realidad. Tampoco soy una persona que viva al margen de su tiempo. Pero no he cambiado mucho mi visión del mundo. He ido profundizando y cobrando más conciencia.

—Este nuevo libro es continuación de «Las máscaras del héroe», obra que escribiste con 25 años. ¿Siempre te rondó la mente continuar aquella historia?

—Sí. Siempre quise continuar Las máscaras del héroe. Lo que pasa es que, durante mucho tiempo, pensé en continuarla donde la dejé, durante la Guerra Civil. Una novela narrada por Fernando Navales en ese período. Lo que pasa que esa novela, aparte de que hay que tener mucho valor para escribirla, sería una novela que si la hubiera escrito estaría en la cárcel. En líneas generales me parece que la Guerra Civil tiene componentes muy duros, así que lo fui dilatando hasta que finalmente surgió esta historia de los artistas y escritores españoles en el París ocupado por los nazis. Estuve pidiendo expedientes policiales de todos los personajes reales que aparecen en la historia. Me encontré con vidas muy interesantes y novelescas. Así fue tomando forma todo. 

—¿Sientes fascinación por la marginalidad?

—En realidad es fascinación por la humanidad verdadera. Por el ser humano cuando está en el margen, desplazado. Cuando hemos sido maldecidos es cuando más humanos nos mostramos. Cuando nos dejamos ver como realmente somos y más tenemos que luchar por la supervivencia. Esto es más interesante desde el punto de vista creativo que la gente con una vida plácida. Me gustan las situaciones en las que tenemos que vivir al límite, cuando se es más palpitantemente humano en lo bueno y en lo malo. Luego, en líneas generales, y esto tiene más que ver con mi visión estética, se ha impuesto un canon que falsifica la realidad del arte y de la literatura. A partir del siglo XIX se genera de forma ideológica este canon cultural, que en el siglo XX se acentúa y en la actualidad lo ha vuelto todo irrespirable, y que tiende a encumbrar a aquellos autores que se adecúan a los paradigmas culturales de un momento determinando, expulsando a otros. Picasso, por ejemplo, ocupa un lugar en la historia del arte que no se corresponde a sus méritos en modo alguno, mientras que muchos otros pintores de su época han sido olvidados y despreciados simplemente porque no eran vanguardistas. Esto me parece demencial. Dentro de 200 años, la gente que observe nuestro tiempo presente pensará que éramos todos idiotas por no saber ver ciertos talentos artísticos. Todo esto es contaminación ideológica, no tiene nada que ver con las capacidades. De ahí viene también mi gusto por los malditos y los raros. En artistas fallidos encuentro virtudes aplastadas y enmarañadas. Ruinosas y despreciadas, pero valiosas. Nuestra mentalidad está enturbiada por la ideología, que aplicada al arte impone la idea de que todo avanza linealmente, y que, por lo tanto, lo bueno es lo vanguardista. Esto es una cosa demente. Solo personas que han perdido el sentido pueden defender esto. El arte como avanza es a través de la tradición. Es esta tradición la que va introduciendo cambios en el arte, mientras que la ruptura vanguardista es fruto de una visión progresista de la historia que es artificial y que dentro de cien años a todo el mundo le parecerá delirante.