«Morriña», la otra nostalgia: la de los que no se van, la de lo que no llegó a ser

FUGAS

24 may 2024 . Actualizado a las 16:48 h.

Sufren los permanentemente calados por el aire atlántico —muy en particular los portugueses, los gallegos y los irlandeses, ventilados de más, orientados de por vida hacia el ocaso— de una patología incurable, una pena asidua que en función de las particularidades del terruño deviene en nostalgia, saudade o morriña. Aunque en lo fino no son lo mismo —diría algún listo—, quienes la padecen coinciden en lo fundamental, en que no hace falta irse lejos para echar de menos. Los que inherentemente añoran lo que tuvieron, lo que tienen y dejarán de tener, lo que no llegaron a tener —«Ya no será», decía Idea Vilariño— y lo que nunca tendrán han resultado con toda lógica ser grandes contadores de historias, gentes que se recrean en el relato atento, ojeadores de escenas. Colin Barrett (1982) desciende de esa parentela gaélica con labia a la que también pertenecen Kevin Barry, Sally Rooney, Claire Keegan y Donal Ryan, despiertos e irónicos, con un don para describir la secuencia, para capturar el momento y, en consecuencia, para el formato breve. Hace 11 años que el de Knockmore debutó con la extraordinaria colección de historias cortas Glanbeigh, que Sajalín trajo a España en el 2016 y a la que da continuidad Homesickness, traducida aquí como Morriña por Ana Crespo y publicada por la misma editorial —digno de elogiar su escogido catálogo— el pasado noviembre. Son compendios independientes que, sin embargo, desprenden la misma energía, engrasados con chutes alternativos de satisfacción y violencia, rugosos, corrosivos, como la sal.

Ocho textos integran Morriña y todos, excepto uno —que se ambienta en Toronto— acontecen en Mayo, en la costa oeste de Irlanda, donde Barrett creció, un condado «resultón», dice la protagonista del relato que abre el libro, que solo «decepciona» cuando uno se «acerca». De su demográfica se ocupa aquí el autor, del día a día de unos personajes exóticamente corrientes, con vidas cuesta arriba y tendencias poco ejemplares; rendidos por obligación. Comparten resignación, mala suerte. Reside su heroicidad en levantarse de la cama, en apartar la bota que presiona el cuello. «Hechos para sufrir, no para durar».

En la escritura de Barrett no hay remates en el último minuto, no hay ánimo pedagógico; no esperen redenciones ni moraleja al final del cuento. Su pesimismo, sin embargo, no es mate: centellea cada poco —un guiño de ojo— a golpe de capaces apuntes y redondísimas frases. Un brazo dormido, como conteniendo la respiración. Las puntas afiladas de las carcajadas. Es entonces cuando sé que quiero quedarme ahí, apagar el rumiar, aflojar el nudo.