Si pienso en Nápoles, pienso en mi ciudad favorita del mundo, aunque luego me acuerdo de Venecia y entro en dudas, pero Venecia está fuera del mundo, suspendida en uno de esos pliegues espacio tiempo que solo entienden los físicos o los poetas. Nápoles, en cambio, es terrenal y corpórea. Por sus calles circula la sangre y en algunos barrios las alcantarillas supuran vísceras y gatos muertos que alimentan a las gaviotas. En otros, las fachadas y las buganvillas tienen la belleza fresca de los efebos. Por todas partes el barroco lo ondula todo al estilo de los peinados de las patricias dibujadas en los muros de Pompeya.
Aquella tarde, la primavera no había comenzado y el cielo era tumultuoso y abigarrado, como la propia ciudad. Mis amigas y yo nos disponíamos a cruzar la Via Foria a la altura de la plaza Cavour para visitar la famosa escalera del Palazzo dello Spagnolo. Quizás fue la luz, tan cinematográfica, lo que me hizo recordar La mano de Dios, o serían esas imágenes de Maradona que allí es venerado como la deidad que fue. De su lado demoníaco podemos hablar otro día. Ahora estoy allí, sobre la acera desconchada. Ellas no saben quién es Sorrentino, ni han visto la película. Les narro una escena. Un joven que acaba de quedarse huérfano es llamado por su vecina, una aristócrata venida a menos y de edad provecta. Lo recibe en camisón. Su larga melena cana se derrama sobre su cuerpo blando, ondulados ambos, cabello y carne. Entran en la alcoba. Sobre el tocador hay un cepillo de nácar, ¿o era de plata? La mujer se tumba sobre la cama y abre las piernas. Le pide que la peine ahí, donde imaginamos que hay un cabello tan largo y desatadamente blanco como el de su cabeza. El chico lo hace, lentamente. Mis amigas abren la boca, abren los ojos, sus rostros sorprendidos me recuerdan a Medusa. La escena les inquieta, sobre todo cuando les digo que yo comparto estilo depilatorio con la condesa. Me conminan a pedir cita en el departamento de estética de la peluquería. No habrá hombre en el mundo que quiera peinarme, auguran.
Yo sigo soñando, con el cine y con Nápoles. Mientras, la naturaleza se abre camino entre las piedras.