¿Se puede amar a un monstruo?

FUGAS

A la izquierda, Pablo Picasso; encima, Roman Polanski y debajo, Woody Allen. Tres figuras analizadas por Dederer
A la izquierda, Pablo Picasso; encima, Roman Polanski y debajo, Woody Allen. Tres figuras analizadas por Dederer

Dederer reflexiona sobre si es posible separar al autor de su obra, amar a un genio por su arte a la vez que lo detestamos como persona

15 dic 2023 . Actualizado a las 13:22 h.

La polémica es recurrente: ¿se puede admirar a un genio perverso, a artistas con una obra magnífica que son personas detestables? La lista es amplia. Norman Mailer apuñaló a su mujer en el estómago; Arthur Koestler era un borracho violador en serie; el premio Nobel V. S. Naipaul, además de racista, cruel y narcisista, era un sadomasoquista adicto a vejar a las mujeres; Heidegger fue un nazi recalcitrante; Célibe, antisemita; William Burroughs, un adicto a la heroína y el alcohol que mató a su mujer de un disparo jugando a Guillermo Tell; Simenon era antisemita, colaboracionista y adicto al sexo...

La crítica de libros, ensayista y periodista Claire Dederer, colaboradora de The New York Times, aborda la cuestión desde una perspectiva personal en Monstruos, que lleva el significativo subtítulo de ¿Se puede separar el autor de su obra? El libro arranca fuerte con un prólogo dedicado al cineasta Roman Polanski, al que tilda de «genio repugnante», y sobre el que cuenta cómo drogó y violó analmente a una niña de 13 años. «Y, aun así, pese a saber lo que había hecho Polanski, yo seguía disfrutando de su obra. Mucho», escribe. Dederer señala que quería «ser una consumidora con estándares morales, una buena feminista de manera demostrable y, al mismo tiempo, una ciudadana del mundo del arte». Pero, ¿cuál era la forma correcta de actuar ante esos «dos imperativos idénticos y aparentemente contradictorios?».

«Yo sabía que Polanski era peor, signifique lo que signifique eso. Pero Woody Allen era la persona que suscitaba un mayor debate interno entre el espectador medio», explica. «De joven, yo me sentía como Woody Allen. Intuía o creía que me representaba en la pantalla. Él era yo», relata. «Después de lo de Son-Yi pasé a verlo como un agresor. Acostarse con la hija de tu pareja no es que sea espeluznante, es que va más allá de eso», asegura.

«Annie Hall es la mejor comedia del siglo XX. ¿Y debía renunciar a ello solo porque Woody Allen hubiera actuado mal? No me parecía justo», afirma. La autora cree que «Manhattan y su alegato a favor de las chicas y en contra de las mujeres sería preocupante incluso si el huracán Son-Yi jamás hubiera tocado tierra, pero no podemos saberlo, y ese es el meollo de la cuestión».

Colección de clásicos

Dederer dice que genio «es el nombre que le damos (...) cuando no queremos pedirles cuentas a nuestros héroes». «Esa idea del genio —prosigue— y de lo que se le permite se le aplica a determinadas personas concretas. Una pista: no son mujeres». «Musculosos, desenfrenados, mujeriegos, viriles, cueles, sexuales. La idea que tenemos hoy del genio artístico le debe mucho a Picasso y a Hemingway», señala. «Pero claro que Picasso era un gilipollas. A su amante Françoise Gilot presuntamente le dijo: 'Para mí, solo hay dos tipos de mujeres: diosas y felpudos'». Aquellas a las que «utilizó en su vida forman un montículo de carne, hasta el punto que puede resultar difícil recordar cuál es cual». Mariana, su sobrina, escribió: «Las sometía a su sexualidad animal, las domaba, las hechizaba, las ingería y las exprimía en sus lienzos y, cuando ya las había dejado secas, después de extraerles sus esencias noche tras noche, las desechaba».

«El nombre de Hemingway es sinónimo de trifulcas, mujeres y violencia glamurosa; de encierros de toros, de pescar peces muy grandes, de acechar leones, de golpear a mujeres y niños», asegura. Era «un matón, un abusón, un agresor verbal».

«A raíz del Me Too, emprendimos un experimento mental —o quizá solo fue cosa mía— en el que intentamos imaginar un mundo en el que la masculinidad, la virilidad, la carta blanca y la violencia no fueran necesarias para hacer arte con mayúsculas», apunta. Para Dederer, Vladimir Nabokov es el antimonstruo, pese a que Lolita «en sí mismo, se ve como un acto de abuso». Según la ensayista, Nabokov «estaba dispuesto a que el mundo pensara lo peor de él. Al hacerlo —al contar la peor historia y dejar que el mundo creyera que tenía algo que ver con ella—, creó una forma de que entendiéramos, de que sintiéramos, la enormidad que supone robarle a alguien la infancia».

«¿Qué hacemos con el arte de los hombres monstruosos?», se pregunta al final del libro. Aunque, para ella, la pregunta verdaderamente importante es «¿qué hacemos con las personas monstruosas a las que queremos? ¿Las eliminamos de nuestras vidas ¿Las cancelamos?». Y a modo de conclusión: «No queremos a quien lo merece; queremos a seres humanos defectuosos e imperfectos».