Palabras enterradas

Mercedes Corbillón FUGAS

FUGAS

23 sep 2023 . Actualizado a las 22:38 h.

El cementerio de Highgate te gustaría, aunque no vayas por ahí persiguiendo los nombres de los muertos. Es un bosque inmenso, frondoso, de árboles altísimos que amenazan desde arriba y desde abajo. Sus raíces parecen querer empujar las almas para que huyan de sus encierros de piedra y quizás lo hacen convirtiéndose en plantas trepadoras que aprisionan los troncos con sus lianas. Si hay temporal, ni pensar en acercarse, pero un día de sol hasta parece un sitio alegre, con su sinfonía de verdes. Visito la parte izquierda, aunque en la derecha está su estrella, Marx.

Todo es sinuoso, voluptuoso, ondulante como un mar esmeralda un día de viento. Me adentro en la espesura como un poeta en una frase mil veces repetida, como yo ahora que soy vulgar sin quererlo. Sigo las indicaciones del mapa que me hacen acabar en una valla y me quedo allí, con el papel en la mano y cara de pánfila.

Un operario se acerca y me pregunta si puede ayudarme en algo. Salgo de mi ensimismamiento, que me llevaba a un Londres en la revolución industrial, multiplicándose y también multiplicando sus muertos y le digo que busco a Rosetti. Él deja en el suelo el saco que carga y sale al camino, me hace retroceder un poco sobre mis pasos y se mete en un estrecho camino de piedra. El sol hace arabescos sobre las ramas y sobre su pelo rubio. Caminamos unos cincuenta metros pisando los helechos entre lápidas torcidas hasta que me señala una tumba. Le doy las gracias y no le explico que en realidad quiero visitar a Elizabeth Siddal, aunque también para la posteridad su nombre quedó bajo el de Gabriel. Ahora sabemos que podría haber sido mucho más que una musa de pelo rojo. Además de esa belleza extrema que nos impreca desde alguna obra maestra, escribía y pintaba, tenía talento y también tristeza. Se suicidó o se le fue la mano con el láudano cuando apenas tenía treinta. Su marido, artista, pintor, poeta, una celebridad, enterró con ella sus poemas.

Años después, incapaz de repetir aquellos versos, su editor y otros hombres fueron a abrir el ataúd de Elizabeth para recuperar las palabras perdidas, esas que solo eres capaz de decir una vez y que nunca vuelven.