«Late millennials»: la generación que no tiene nada (más) que perder

FUGAS

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Los jóvenes escriben como quieren, cuando quieren y de lo que quieren. Son osados, brillantes, frescos y libres. Ahí van cinco imprescindibles (y otros títulos) para adentrarse en la literatura de los menores de 30

28 abr 2023 . Actualizado a las 17:49 h.

En un pueblo del sur de Tenerife Aída, de doce años, asiste al cumpleaños de su primo, al que llama Moco. Él es así: pegajoso. Ella es vulnerable y deja que se le peguen. O se deja pegar...

 Así comienza Leche condensada (Caballo de Troya), la primera novela de Aida —que no Aída— González Rossi (Tenerife, 1995) que se ha convertido en una de las sorpresas de esta primavera y que aúna todos los ingredientes de la literatura de su generación: crudeza, descaro y una personalidad que brilla desde la periferia.

Son los late millennials, nacidos en los 90, lindando la treintena y estrenándose en las letras con historias aparentemente sencillas, inocentes, pero que esconden una complejidad que te pilla desprevenido y te desarma. Una dualidad imposible resuelta siempre con fuerza, originalidad y la apuesta por lo diferente que solo es posible en contextos de desesperanza. Cuando has nacido en el cambio de siglo, crecido en una crisis económica y madurado en la precariedad laboral. Una suerte de salto al vacío de la mano de quien no tiene nada que perder.

Literatura con acento

Aida cuenta la historia de una adolescencia de fotolog, videojuegos y hamburguesas de un euro ambientada a principios de los 2000. Aquí no hay miedo ni concesión. Hay realidad, suciedad, saliva, descubrimiento y la sensación de que la vida es siempre injusta cuando tienes 15 años. Mucho más si vives en un contexto de abusos del que todavía no eres consciente.

Pero hay también algo que la hace diferente. Hay libertad a la hora de expresarse, de hablar. Aída vive en Tenerife, así que por supuesto que no va a coger el autobús. Cogerá la guagua para ir a la chola de sus amigos jediondos. Y lo hará con toda naturalidad porque lo coherente es hacerlo así, sin tapujos. Sigue sorprendiendo esta libertad, calificada a veces de atrevimiento, pero lo cierto es que es una realidad que muchos jóvenes tratan ahora de reivindicar.

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Las comparaciones son odiosas, pero por momentos parece heredera de Andrea Abreu (Tenerife, 1995), que con su Panza de burro (Barrett) echó abajo aquel primer muro que impedía que las letras orales saltasen a la palestra hace un par de años. Ella reivindicó la escritura hablada, esa que permite que podamos escuchar un libro en vez de leerlo.

La misma barrera que también decidió romper Óscar García Sierra (León, 1994) publicando una de las novelas más rompedoras del año pasado, Facendera (Anagrama). Sierra usa la palabra oral para contar una historia de dos jóvenes que tejen su relación a la misma velocidad que se tejen las mentiras en el pueblo. De esta obra que se lee en una o dos tardes sorprende el estilo, desenfadado y directo, pero también los temas que trata. Ansiolíticos, desempleo y el apagón industrial del mundo rural leonés se entremezclan sin que el lector sepa muy bien cómo. Pero ojo, nada es errático en esta novela que habla castellano y leonés y que está brillantemente planteada.

En ninguno de estos tres títulos hay titubeos en ser incorrectos. De hecho, ¿qué es la corrección? Los personajes son seres heridos, que viven en contextos caóticos y decadentes. No pueden ser sumisos y no deben serlo.

Un leit motiv también compartido por Greta García (Sevilla, 1992), que en Solo quería bailar (Tránsito) lleva la inhibición al extremo con un marcado acento —y humor— andaluz. Pili, la protagonista, cambia todo por to', el por er, ahora por ara y la danza por la cárcel, el lugar en el que aterriza tras dinamitar por los aires su propio mundo. ¡Porque estaba jarta!

Es una obra que vibra en el escándalo, que se deleita en lo que la hace distinta y que deja a la altura del betún la frase «no dejará a nadie indiferente». Un libro que comparte con los de su generación no solo la libertad creativa, sino la sensación de que hacerlo es el único camino posible.

Alquimia narrativa

Ya lo decía Laura Chivite (Pamplona, 1995), ganadora del Premio El Ojo Crítico el año pasado por su debut literario, Gente que ríe (Caballo de Troya): «Nos bloqueamos pensando que debemos seguir unas reglas que, en el fondo, ni siquiera existen».

En su primer libro, Chivite demuestra su originalidad de una forma única: experimentando con el estilo y con los géneros literarios. Hay tiempos verbales imposibles, capítulos escritos en imperativo y hasta guiños teatrales. Lo que no hay es lugar para el aburrimiento en los nueve capítulos que huyen de la conformidad y que sorprenden a cualquier lector que se deje engatusar por la historia invertida —empieza en el 2060 y acaba en 1995— que protagoniza Berta.

También sin miedo a romper las normas, pero en una línea más pausada y reflexiva, encontramos al gallego Brais Lamela (Vilalba, 1994) que decidió aunar ensayo y ficción en Ninguén queda (Euseino?), para muchos, la revelación literaria del panorama gallego el año pasado. Un viaje intimista entre Lugo y Nueva York que el propio Brais, en una entrevista concedida al Fugas, definió como su forma de «xogar coas posibilidades de ofrecer resistencia nun contexto de desprazamento forzoso. Ou explorar como vivir nun lugar propio pode ser un xeito de resistencia». Juego, exploración y atrevimiento son de nuevo los hilos con los que tejen las historias estos jóvenes autores.

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Y si hablamos de romper esquemas, aparecen rápidamente las trece voces que Núria Bendicho (Barcelona, 1995) puso sobre el papel en Tierras muertas (Sajalín). Los monólogos protagonizados por miembros de la familia Capdevila desvelan poco a poco el terrible misterio que los une a todos. Un drama catalán que comparte el desarraigo de los mundos de Facendera o de Leche condesada y que a muchos no se nos va de la cabeza un año después de haber salido a la luz.

Hablando en plata

Hay también cierta revolución en unos jóvenes que bebieron de los momentos de cambio social del siglo XXI. Ya nadie quiere escribir novelas de amor. Ahora se habla de lo que no está escrito.

Luis Díaz (Alcalá de Henares, 1994) en Los bloques naranjas (Caballo de Troya) pinta un retrato realista —y por momentos crudo— de la amistad masculina en esta obra que tiene mucho de poética y algo de diario. Va relatando situaciones en las que, si uno afina la mirada, encuentra personajes hartos del statu quo.

Planteada como un cúmulo de reflexiones, que parece que brotan sin filtro de la conciencia del protagonista, uno se pregunta: ¿cómo va a tener signos de puntuación la mente? No. Estos capítulos no tienen mayúsculas, ni comas, ni puntos. Tienen total libertad y ganas de hablar de los tabús sin anestesia.

También como novela fragmentada, con reflexiones sueltas que parecen —pero no son— inconexas, Gozo (Siruela), de Azahara Alonso (Oviedo, 1988) habla sobre el trabajo, sobre el dinero y sobre estar harta del trabajo y del dinero. Pone palos en las ruedas de un sistema que también cuestionó hace poco Meryem El Mehdati (Rabat, 1991) con Supersaurio (Blackie Books). La primera habla, casi poetiza, desde el hartazgo: «¿En qué momento mi vida empezó a ser accesible solo en vacaciones?». La segunda se escuda en el humor mientras descubre que su trabajo es «un -1, pero todos los meses cobro 500 euros en concepto de ayuda/beca, así que sonrío y asiento».

Una situación personal de la que ambas, como otros muchos late millennials, consiguen exprimir historias que marcan el compás de la literatura que vendrá.