
En este rescate literario, la estadounidense vuelca el carrusel emocional que vivió durante los primeros meses de vida de su hija
03 feb 2023 . Actualizado a las 05:00 h.Para muchos gallegos y la mayoría de coruñeses de mi generación, el primer contacto con la idea de la maternidad tiene nombre, apellidos y un lugar muy concreto: el museo Domus de la ciudad herculina. En este espacio dedicado a difundir la historia de la humanidad, una sala diminuta y oscura, se erige en el centro como el núcleo de todo lo que está por venir. Ilustre lugar para un habitáculo en el que se emitía, en bucle, el vídeo en primer plano de una mujer dando a luz. El metraje noventero fue sustituido el verano pasado por otro más moderno y en full-HD, pero el recuerdo de la sangre y aquella maraña de emociones —un poco pixeladas y no por ello menos reveladoras— marcaron cientos de excursiones escolares y sigue en el recuerdo de los gallegos pre-milenio.
Me gusta pensar que Un trabajo para toda la vida —que rescata ahora Libros del Asteroide al castellano, pero que fue publicado originalmente en inglés en el 2001— sobrecogía al mundo anglosajón a la vez que el vídeo del Domus despertaba conmoción en esta parte del mundo. Ambos crudos, sin anestesia, directos y a la yugular. Demasiado, dirían algunos. ¿De verdad tenían que contarlo así? ¿Es que nadie piensa en los niños? ¿Qué necesidad había? Pues con el tiempo veríamos que mucha. Toda.
Rachel Cusk, valiente defensora de hacer de la vida un libro, se dejó llevar por las pulsiones de su segunda maternidad y nos dejó en estas páginas un retrato preciso y sincero de lo que sintió los primeros meses a cargo de una nueva vida. Y el cuadro que pinta no es rosa, pero tampoco blanco, negro o gris. El cuadro es transparente y reflectante. Como una ventana al mundo de una familia que trae a casa a su recién nacido y ante la que, si cambias el foco, te ves tú también reflejada.
Guía para padres y no padres
Existen dos formas de leer este libro. La primera es abordarlo pensando en él como una pieza más en la obra de Cusk. Como lo harías con Despojos, en el que tira del hilo de su divorcio para deshilvanarse y que tú disfrutes de la forma tan particular que tiene de contar sus desgracias. La segunda es tomártelo como un testigo directo de un período en la vida de la mayoría de la población y sacarle rédito. Pensar que no habla Rachel, sino tu madre, tu hermana o tú misma en el futuro.
Si le preguntásemos a Cusk, probablemente nos diría que la primera es la buena y la otra una cagada. Pero yo creo que no. Porque de su forma de contar cómo se disoció del resto del mundo, de la nostalgia por ese yo pasado y sin hijos que no volverá, de sentirse desolada porque eso del instinto maternal se perdió por el camino... de todo eso tenemos mucho que aprender. «Esto no es un manual», llega a advertir, «en estas páginas tienen ustedes que pensar por sí mismas». Ella, que se cree humilde ignorante del tema que protagoniza, como «el pasajero de un Jumbo elegido al azar para pilotar y aterrizar el avión», deja claro así que no pretende dar ningún consejo. Y sin embargo, escribe un relato tremendamente útil para las que nos colocamos del lado no progenitor del mundo y fiel a la visión de las que tomaron la decisión de ser madres: no siempre feliz, no tan catastrófico.
A nadie le sorprende escuchar hoy en día la oscura realidad escondida en la cara B de la maternidad, pero a comienzos de siglo esta actitud le costó a Cusk las críticas de quienes vieron su libro demasiado incómodo. Violentados porque el embarazo sea descrito como un «centro de entrenamiento militar», que diga que el parto «separa a las mujeres de sí mismas» o que la maternidad es «una urbanización cerrada y aislada al mundo». Que a veces se sienta «triste como una vaca» y que, cuando su hija llore, Rachel tenga «ganas de tirarla por la ventana».
Pero la única pega que le pondría yo al libro no es la de ser demasiado real, cruel o visceral —eso nos gusta—, sino demasiado corto. Que el trabajo para toda la vida tenga su punto final a los pocos meses del nacimiento de su hija y no se extienda en el tiempo como lo hace la maternidad, infinita, es una pena. Yo quiero más.
Y creo, además, que lo necesitamos. Porque después de leer a Cusk uno aprende a anhelar el vínculo que un día fue cordón umbilical y a apreciar la abnegación de dejar que los hijos volemos solos. Irremediablemente pienso: «¿Cómo lo hacen?», para después reafirmar: todos deberíamos llamar más a mamá.