El itinerario vital y literario de Ribeyro

FUGAS

baldomero pestana

Las reediciones de sus libros por su 90 aniversario se adentran en la cara pública pero también íntima del escritor peruano

05 jul 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Comentaba, no sin ironía, Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994) en la entrada número 37 de Prosas apátridas de la iniciativa de un editor francés de animar las ventas decaídas de los clásicos de emparejar autores con «estrellas de la actualidad»: Baudelaire con Brigitte Bardot, Jean-Paul Belmondo con Rimbaud. «Venta asegurada». Coincidiendo con el noventa aniversario del nacimiento del autor peruano, Seix Barral reedita tres de sus títulos fundamentales, con otros tantos prólogos. Afortunadamente, Enrique Vila-Matas, Sara Mesa y Fernando León de Aranoa no son Bardot o Belmondo -en lo que al cometido literario se refiere- y cumplen el encargo, cada uno en su estilo, entregando textos que no son meros preámbulos.

De los tres títulos que regresan prologados a las librerías, uno reúne la narrativa breve de Ribeyro, mientras que los otros dos componen un diario de escritor y una colectánea de textos dispares. Empecemos por este último, Prosas apátridas, cuyo origen, naturaleza y resolución heterogéneos justifican la elección del título por parte del autor. Son doscientas piezas breves -el prólogo es de Fernando León- que exceden el laconismo del aforismo pero no se extienden en el ensayo, por más que su lectura resulte esclarecedora. Aun así, la mirada afilada de Ribeyro y su talento para la concisión dejan varias joyas atemporales: «El sentimiento de la edad es relativo: se es siempre joven o viejo con respecto a alguien». «La locura en muchos casos no consiste en carecer de razón, sino en querer llevar la razón que uno tiene hasta sus últimas consecuencias». «Lo fácil que es confundir cultura con erudición». Sus observaciones sobre la esclavitud de los inmigrantes portugueses y argelinos, albañiles en Francia, son tan contemporáneas como sus dardos hacia los «diocesillos burocráticos». La literatura, el amor, la percepción o la memoria son algunas de las naciones íntimas a las que Ribeyro abriga estas prosas sin patria declarada.

Enrique Vila-Matas prologa La tentación del fracaso, el conjunto de los diarios que Ribeyro anotó entre 1950 y 1978, uno de los proyectos diarísticos que satisface lo que uno espera de él, la apertura de una ventana a la intimidad de un escritor, capaz de decirnos un día que por fin ha dado con la causa que le resta audiencia y repercusión a su obra -«su carácter antiépico, cuando el grueso de los lectores de narrativa anhelan la epopeya»- y poco después compararse, a la vuelta de comprarse un buen burdeos, con los clochards de tintorro: «Y me digo que yo soy igual que ellos, su hermano, pero solapado, emboscado en un cargo, una situación, una apariencia de respetabilidad». El índice onomástico es un quién es quien de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo pasado, sin faltar los grandes nombres -García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Bryce Echenique- pero también están lecturas y escuchas -Brahms y Chopin, Faulkner y Proust- y conocidos de menos relumbre, pero igual de fundamentales, como el lucense Baldomero Pestana, de quien recoge un encuentro para fotografiarse: Ribeyro fue uno de los muchos autores que pasaron ante su objetivo.

DECÁLOGO DE UN CUENTISTA

Cierra estas reediciones el volumen La palabra del mudo -prologado por Sara Mesa-, en el que confluyen libros de cuentos como Los cautivos y Sólo para fumadores, con otras piezas que no habían sido recopilados. Son relatos que el propio Ribeyro califica como «espejo» de su vida, pero también reflejo del mundo que le tocó vivir, eligiendo personajes que honran ese carácter antiépico al que aludía en La tentación del fracaso. La que aspira a presentar la edición definitiva de los cuentos del escritor peruano no podía prescindir de su poética de la narrativa breve, donde Ribeyro, cuya obra, como recuerda Sara Mesa, el autor consideraba inconstante pero es fruto de la autoexigencia, condensada en un decálogo iluminador. «El cuento debe contar una historia», nos dice. Y añade: «La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada y si es inventada, real».