La herencia recibida

Jose Barreiro

FUGAS

«Déjame entrar». Tomas Alfredson, 2008

27 jun 2016 . Actualizado a las 19:56 h.

La mayor parte de las fábulas infantiles poseen una trastienda macabra que la narración suele regatear con ligereza. Déjame entrar circula en dirección contraria. Muestra el reverso siniestro de un cuento donde no se ahorra al espectador la parte áspera y, en cambio, mantiene en el terreno de la sugerencia una ternura extraña e inquietante. Oskar vive su día a día en Estocolmo con la amargura del que se sabe distinto de los demás. Es un marginado al que sus compañeros de colegio maltratan sin piedad. A través de él vemos los recovecos menos estéticos del estado del bienestar de los países nórdicos en los años ochenta, una tramoya de personas sin trabajo, alcohólicos y familias desestructuradas como la suya. El desamparo y el acorralamiento encuentran una vía de escape cuando conoce a Eli, una niña de doce años a la que solo ve de noche, delante de su edificio, en un columpio congelado donde hay un par de escenas de una delicadeza perturbadora que confieren a ese escenario bajo cero la grandeza de un anfiteatro. De repente, existe el calor. Se produce entre ambos una conexión inmediata y aunque el niño enseguida reconoce en ella a un monstruo, apenas le da importancia. ¿Acaso no lo trata peor la gente normal? Los dos comparten una desolación y una angustia muda que permite a la película desbrozar con gran sencillez el mal de los vampiros: la soledad. Eli vive con un hombre mayor. Necesita a alguien que se ocupe de los asuntos mundanos, que la proteja y le procure alimento. La figura de este hombre, destruido por dentro y agotado de encontrar sangre cada noche, asesinando una y otra vez, es absolutamente trágica. Nada sabemos de él, pero adivinamos su historia de amor con la niña, cómo creció y se hizo viejo, y ahora presiente su relevo con una mezcla de alivio y celos.

La historia de fragilidad y supervivencia que plantea Déjame entrar, su aspecto humilde y glacial, y la realización mínima de su director, Tomas Alfredson, que no se permite alegrías ni golpes de efecto e incluso aporta innovaciones e ideas frescas al género, le garantizan un buen acomodo entre los clásicos del cine de terror, aunque lo más deslumbrante de este relato es la finura en el tratamiento de la historia de amor insomne y ambigua que surge entre los dos protagonistas. La película postula a Oskar como el nuevo amante de una niña inmortal pero el espectador sospecha (con horror) que simplemente ha heredado el papel de vasallo a largo plazo.

Por qué verla

Por la habilidad de Tomas Alfredson al elegir lo que no quiere contar. Maneja la elipsis con soltura y eficacia

Por lo bien que se entienden los dos protagonistas intercalando alguna que otra frase entre sus silencios, sin duda, bastante elocuentes