Crónicas de cuando el mundo era ancho y desconocido

FUGAS

La literatura viajera, española y portuguesa en el siglo XVI, británica en el XVII y el XVIII, busca hoy horizontes cercanos

29 abr 2016 . Actualizado a las 20:14 h.

Dice Robert Walser de un automovilista, en el delicioso El paseo (Siruela, 1996): «No comprendo ni comprenderé nunca que pueda ser un placer pasar así corriendo ante todas las creaciones y objetos que muestra nuestra hermosa Tierra, como si uno se hubiera vuelto loco y tuviera que correr para no desesperarse miserablemente». Los nuevos viajeros le han hecho caso, como demuestran las páginas precedentes. El mundo se ha hecho pequeño y los largos trayectos quedan para los turistas y la gente de negocios. Los viajeros de hoy van a pie y encuentran en los pequeños rincones, en el cómaro de un camino, en los sonidos de un bosque, la sorpresa que el exotismo ya no garantiza.

El viaje tenía más verdad cuando el mundo era ancho y desconocido. «Si quieres ser sabio, abandona tu ciudad», le dice el maestro al joven príncipe en las Mil y una Noches. «Recorre tierras extrañas para conocer lo bueno y lo malo de los hombres», aconseja el Eclesiastés. El viaje es la escuela de la vida, y sus apuntes son los diarios del viajero. Los editores más inteligentes están publicando los clásicos de la literatura de viajes, un universo de hallazgos extraordinarios.

La Odisea de Homero es un libro de viajes imprescindible, como la Anábasis de Jenofonte, el primero, creador de arquetipos; el segundo, rebosante de épica. Virgilio fue un paseante de primera. La Eneida es, en su primera mitad, un viaje mediterráneo; las Églogas sostienen su arquitectura simbólica sobre atentas excursiones entre prados y arboledas.

Después de los romanos, la cultura fue islámica. Del siglo XII y XIII son dos de los grandes relatos de viajes musulmanes: el Viaje, del valenciano Ibn Chubayr o Yubair, que narra con riguroso detalle la peregrinación a La Meca desde Granada (primorosamente editado por Círculo de Lectores en 1999), y la rihla, o viaje, del marroquí Ibn Battuta, disponible aún en las librerías en la edición que Alianza tituló A través del islam.

La contrapartida cristiana a los múltiples viajeros islámicos es el veneciano Marco Polo. A la sombra de su Millione, la literatura europea de finales de la edad media floreció en viajes a medias entre la fantasía y la realidad, como el célebre libro de las maravillas del mundo de John Mandeville, un best seller de los siglos XIV y XV.

En la era de los descubrimientos, la literatura de viajes es española y portuguesa. En las crónicas de Indias hay un caudal inagotable de maravillas. Por destacar una: la relación del viaje de Pedro Fernández de Quirós en busca de las islas Salomón, uno de los episodios más interesantes de la exploración española del Pacífico, tan bien estudiada por el pontevedrés Amancio Landín, que cartografió aquella epopeya en su precioso Islario español del Pacífico (Cultura Hispánica, 1984).

El imperio británico tomó el relevo el español en la exploración del mundo y su crónica. Los viajes de Cook son el clásico de esta nueva era. La conquista de África tuvo costosos hitos que reflejaron autores como Cameron, Mungo Park o Livingstone, todos ellos disponibles en la cuidada producción de la coruñesa Ediciones del Viento. Pero de todos los exploradores, británicos del XIX, ninguno como el díscolo y erudito Richard Francis Burton.

La crónica de viaje contemporánea no tiene nacionalidad. Cela, con su Viaje a la Alcarria, y Josep Pla, con el mínimo y delicioso Un viaje frustrado, nos ofrecen dos hitos ibéricos recientes de esta forma de testimoniar lo que aprende uno cuando emprende el camino.