Cantar en Ferrol

josé antonio ponte far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL CIUDAD

19 ago 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

E n Ferrol la gente sigue cantando. Puede haber un envejecimiento progresivo de la población, pueden cerrar comercios, puede escasear el trabajo, pero a los nativos las ganas de cantar no se las quita nadie. Y no es cuestión de inconsciencia social, sino de predisposición y talante. Estos días de agosto tan «festeiros» estuve en dos comidas con amigos distintos, y las dos se completaron cantando -bien, con gusto y con mucho criterio-, todo el repertorio que los de mi quinta nos sabemos de pe a pa, desde boleros y rancheras, hasta las viejas canciones gallegas, pasando por las habaneras ferrolanas. En Ferrol se sigue cantando, y esa es, sin duda, una muy buena señal. Lo primero que me sorprendió cuando yo llegué a esta ciudad fue comprobar cómo al regreso de la playa la gente se ponía a cantar espontáneamente en el autobús que nos traía desde San Jorge. A dos voces, sin estridencias y con mucho empeño, todos los pasajeros, jóvenes y mayores al unísono, iban combinando canciones de siempre con otras que estaban de moda. Ese gusto por cantar que hay en la ciudad y que se extiende a toda la comarca lo fui confirmando a medida que yo me incorporaba a la vida ferrolana.

En el año 1993, para escribir un reportaje sobre las viejas tabernas de Ferrol (que se publicaría en el número 5 de la revista Ferrolanálisis), me entrevisté varias veces con un grupo de ferrolanos ya septuagenarios, amigos desde la juventud y ex-trabajadores de Bazán, que seguían manteniendo su tertulia, alrededor de una botella de vino, al anochecer de cada jueves, en un bar de la calle Pardo Bajo. Y me hablaban, envueltos en la nostalgia de un mundo que se ha ido, de aquellas tabernas que frecuentaban los sábados por la noche (después de haber cobrado la semana al mediodía) y las mañanas de los domingos. Allí se encontraban los grupos de amigos para tomar «las tazas», para hablar de sus cosas, con la sabia conciencia de que perder así el tiempo era ganarlo. Sin haberlo leído, seguían al pie de la letra lo que el poeta persa Omar Khayyam, el gran cantor del vino y de la amistad, había escrito ya en el siglo XII. Y siempre acababan cantando. En muchos de los bares de la ciudad colgaban de sus techos, a modo de jamones, guitarras, bandurrias, laúdes, mandolinas …, esperando que llegase algún experto que les sacase un bolero romántico o una soñadora habanera. Y había muchos que lo podían hacer: habían aprendido a tocar en lugares tan curiosos como las zapaterías, las barberías y las sastrerías, antecedentes populares de los Conservatorios de hoy. Y lo hacían con gran provecho, pues había peñas de amigos que se convertían en auténticos orfeones cuando en la noche del sábado se reunían en las tabernas de costumbre.

Esos viejos amigos me apuntaban que esta afición a cantar en grupo posiblemente haya sido importada por el aluvión de gente que vino a Ferrol durante la construcción de los Astilleros, gran parte de ella procedente del País Vasco y Cantabria, donde esa costumbre está muy arraigada. Las bandas de música del Ejército y la Marina, sus conciertos en los Cantones y en Capitanía, las zarzuelas que se podían escuchar en el Jofre…, todo ello ayudó a crear esa afición musical. Su explicación sociológica la resumiría después Torrente Ballester en una frase, hablando de los ferrolanos: «Donde se juntan dos son un dúo; donde más de tres, un orfeón».

Pues la cosa sigue, don Gonzalo.