Nunca tenemos tiempo. O no lo tenemos para las cosas importantes, al menos. Después vienen los sustos, claro. Los sustos y todas esas promesas que jamás se cumplen, que son las que nos hacemos a nosotros mismos cuando nos da la espalda la suerte. Pero mejor dejemos eso. Está claro que a ciertas alturas de la vida nadie cambia de verdad. Hay edades en las que uno ya solo evoluciona en apariencia. Yo ni siquiera he vuelto aún a San Andrés de Teixido, se lo confieso. ¡Y miren que me había propuesto hacerlo...! Como salta a la vista, uno ya no tiene remedio. Pero quiero ir cuanto antes, de nuevo, a aquella puerta entre dos mundos que también es un finisterre. Necesito ver marchar el sol desde allí. Entre otras razones, para poder salir de mí y así reencontrarme conmigo mismo, que parecen cosas contradictorias, pero que no lo son, ni mucho menos. Mucho me gusta peregrinar a San Andrés por la costa, siguiendo los pasos de quienes ahora son invisibles, en memoria de todos cuantos nos precedieron. Mi bisabuela Carmen (que como todas las bisabuelas era nai tres veces, puesto que las abuelas ya lo son dos) contaba que en su niñez lo habitual era, cuando alguien iba a San Andrés de romería, pasar antes por el cementerio de la parroquia, para que los difuntos de cada casa pudieran sumarse también a la peregrinación si lo creían conveniente. Esa costumbre se perdió hace tiempo, pero estoy convencido de que, incluso hoy, tenemos más compañía de la que vemos. Teixido, Cabo do Mundo, es uno de los lugares en los que eso se percibe claramente. Así que no está bien ir poco. Hay que saber dar las gracias. Y tener palabra, cumplir las promesas siempre.