Antonia Rodríguez: «Es muy duro tener que echar a un hijo de casa para que deje la droga»

ana f. cuba CEDEIRA / LA VOZ

CEDEIRA

CEDIDA

La Asociación de Amas de Casa reconoce su papel pionero en la lucha contra esta lacra

11 mar 2019 . Actualizado a las 09:58 h.

Antonia Rodríguez Díaz (Areosa-Cedeira, 1945) es una luchadora. Tucha de Brocos, como la conoce todo el mundo, en alusión a su marido, el también cedeirés Jesús Brocos, recibe hoy el título de Muller da Vila 2019, otorgado por la Asociación de Amas de Casa, «polo traballo social e de acompañamento que levou a cabo entre os toxicómanos e as súas familias nos anos máis duros da droga na vila, unha labor que tamén fixeron outras persoas, pero na que Antonia foi pioneira e se involucrou de maneira especial», como explica la presidenta del colectivo, Ángeles Villar.

Tucha dejó la escuela con once años. «Había que trabajar y buscarse la vida como fuera para ayudar en casa, y desde los doce años estuve en el servicio doméstico», cuenta. Aquella Cedeira tenía poco que ver con la actual: «No había mucho que comer, ni dinero, pero había tranquilidad, no se cerraban las puertas, todos nos conocíamos», añora. Ella y su marido tardaron años en darse cuenta de que su hijo (el mediano, tiene dos hermanas) era drogadicto. «Cuando empezó lo ignoraba todo, los profesores no me decían qué pasaba, solo que había que echarle un cable, y cuando suspendía un examen su padre y yo le recriminábamos, traté de que fuera a clases particulares para reforzarlo y nada. Dejó los estudios y el padre lo metió al mar, a ver si se normalizaba, porque lo veíamos tan fuera de sí...», relata, serena.

 «Ignorábamos qué era la droga»

«Nosotros ignorábamos qué era la droga. Pasaron muchos años hasta que... Es muy duro tener que echar a un hijo fuera de casa para que se dé cuenta de que si quiere mejorar tiene que dejarla». Durante una década, «recorrió el mundo entero, siempre en barcos de altura», y su madre aún hoy se pregunta «cómo pudo trabajar todo ese tiempo consumiendo; no robaba ni estaba en la calle, trabajó siempre». «¡Que venga una Navidad y que no sepas dónde lo tienes!», exclama, con la misma entereza que salvó a su hijo. «Tenía 26 años cuando lo cogí para curarlo [hoy tiene 52]. Mi marido y yo siempre estuvimos muy unidos sobre cómo hacerle frente a esto. Tuve la suerte de que tiró adelante». Otros se quedaron por el camino.

Tucha se entregó a la recuperación de su hijo. «Entró en el Proyecto Hombre, en Santiago, que me dio la vida. Allí los educan, no solo es sacarlos de la droga, sino no permitirles el mundo que han vivido. Alquilamos un piso y cada día lo llevaba a terapia, tuve que dejar a la niña pequeña sola, con nueve años, desde las tres de la mañana que se iba su padre al mar hasta que salía para el colegio. Se hizo mayor antes de tiempo», relata. Volvía a Cedeira cada fin de semana para arreglar la casa, preparar la comida y la ropa de su marido y su hija menor (la mayor vivía cerca y les echaba una mano).

 Otras madres y el mismo horror

Así durante dos años, «hasta que se marchó para la comunidad, nueve meses, y le dieron el alta terapéutica». «También luché con un sobrino y le hice el seguimiento, llevaba menos tiempo que mi hijo, pero el daño lo tienen igual con dos años de consumir que con diez». Al regresar de Santiago, Tucha se topó con otras madres que se enfrentaban al mismo «horror» y llamaban a su puerta llorando. «Venían a mí por desconocimiento». Y de la mano del párroco Gonzalo Varela crearon un grupo de Cáritas para tratar el infierno de la droga.

«Cada vez se iban acoplando más, nos queríamos mucho, estábamos muy unidas. Son problemas duros, son vidas... Hablábamos y si tenían dudas yo les explicaba lo que había vivido, las normas [para la rehabilitación] hay que llevarlas estrictas. No basta con querer, hay que ser fuerte, plantearte lo que quieres de ese hijo, si no te haces la dura no puedes con ellos, y al mismo tiempo hay que cuidarlos y arroparlos, no pasar de ellos ni avergonzarse [...]. No hay que ceder, son personas enfermas que ni ven ni oyen ni se quieren ni quieren a nadie, no tienen cabeza».

«Hay que luchar por ellos, son nuestros hijos y merece la pena [...]. Cada vez que viene mi hijo a casa me parece otro mundo, lo veo estable, tiene una vida preciosa, con dos hijas... El sobrino igual». Las Navidades, ahora, «son una felicidad». Ocurrió hace más de dos décadas, «pero no hay que bajar la guardia en ningún momento». Y el estigma persiste: «Es un problema muy duro, que no se lleva bien y no se ve bien de cara a fuera».

Tucha ha resurgido de otro abismo, el del cáncer, y vive volcada en su familia y en la huerta, donde se refugió «para combatir ese dolor arraigado, entre la vida y la muerte». Siempre en lucha.