Santiago y su lluvia

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

06 nov 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Recorría con un grupo de escritores de distintos puntos de España, que habían acudido a un congreso literario, las viejas calles de Santiago siguiendo las indicaciones de un guía de turismo muy competente. Con su erudición brillante, descubrí la calle donde vivió María Balteira, la soldadeira de la que habla el propio rey Alfonso X, el Sabio; la sinagoga de la época del descubrimiento del sepulcro del Apóstol, sobre la que se construye más tarde la iglesia de San Miguel dos Agros; la antigua casa del Concello, en la plaza de Cervantes, en la esquina al Preguntoiro (cuyo nombre no viene de «preguntar», que era lo que hacían los peregrinos que entraban por allí, sino de «pregonare», que era en esa esquina donde se hacían los pregones municipales); y me enteré de que el rey de León y Galicia, Alfonso IX, después de liberar a Mérida y Badajoz del dominio musulmán, peregrinó a Santiago y murió en Sarria. Pero lo enterraron en la catedral y está esculpido en una figura que culmina la fachada de la Azabachería. Magníficas historias que agrandan el encanto y el misterio de un Santiago incomparable, «la ciudad más hermosa que he visto nunca», dejó escrito Ernest Hemingway.

Pues bien, para que no faltase poesía y belleza a esa ruta turística regalada, se puso a llover. Al principio, de forma moderada, al modoso estilo gallego, pero la cosa se fue complicando y terminó en una verdadera treboada. El grupo se dispersó y yo me quedé en un portal angosto de la calle medieval en la que estábamos, contemplando embobado esa lluvia fuerte y recia que siempre me gustó contemplar. Porque la lluvia sigue teniendo para mí una atracción telúrica que hace que me reconozca en el que hace tiempo fui. Me gusta ver cómo llueve, y así fue ya desde niño, cuando podía pasarme una hora en casa contemplando la tenacidad con que la lluvia bañaba la calle, si me asomaba a las ventanas que daban al sur, o encharcaba la huerta, si la observaba desde la sala que se orienta al poniente.

Los años pasan, pero las fijaciones infantiles se mantienen.

Y, como estaba en Santiago, por esos pasadizos extraños de la memoria, que van enmarañando tiempos, lugares y nostalgias, me vi en la habitación de mi colegio, en un internado en el que convivíamos quinientos chavales de once a dieciséis años (yo tengo doce o trece en este recuerdo). Las tardes de domingo, en aquel Santiago lluvioso, en el que la humedad era una agresión física y anímica, yo pasaba mucho tiempo asomado a la ventana, escuchando el murmullo de la lluvia, contemplando cómo la ciudad, allá abajo, se diluía en una niebla densa y fría. Y recuerdo, con tanta nitidez como si los estuviera oyendo ahora, dos sonidos diferentes que siempre aparecían. El más solemne era el de las campanas de la catedral: sonaban lejos, grises y enormes, y se colaban por las rúas y callejones milenarios hasta llegar con sus viejas historias a mi fantasía de adolescente.

Otro, el más melancólico, el que me llenaba de nostalgia y un poco de tristeza, era el silbido de un tren, que el viento del sur me traía hasta la ventana y que me hería extrañamente. Un tren que se iba hacia lo desconocido tenía algo de misterioso y de atractivo. Nosotros siempre allí, en aquella rutina, mientras que el tren se abría camino en la noche hacia mundos en donde no había ni prefectos de disciplina ni directores espirituales.

Realmente, el ancho mundo era un misterio para todos nosotros. Y de estos recuerdos infantiles me sacaron el cese de la lluvia y la voz del guía que nos convoca para continuar el paseo por el viejo Santiago.