Promocionando

FERROL

01 nov 2022 . Actualizado a las 10:10 h.

Nuestra promoción empezó la carrera con una huelga de tres meses en el invierno del 68 (lo del mayo francés sería luego una mera copia) y la acabó con otra de parecida duración. La primera la sobrellevamos con la alegría que da la irresponsabilidad de los 18 años, entretenidos con las manifestaciones y con las músicas primerizas de Voces ceibes, cuyo camino musical y reivindicativo se inicia en este momento. La del quinto año, ya fue otra cosa: la vivimos con la incertidumbre de qué pasaría al llegar a junio. Licenciarse o no suponía una preocupación de cara a nuestro futuro. Pues bien, esas chicas y chicos que compartimos aulas, estudios, preocupaciones y alegrías durante cinco años, del curso 67-68 al 71-72, nos acabamos de reunir en Santiago para celebrar los 50 años de nuestra licenciatura académica. ¿Somos los mismos (como dicen nuestros DNIs), somos aquellos que ayudamos al barullo alegre y juvenil de las calles de Santiago, o somos otras personas distintas, trabajadas cada una a su manera por el tiempo demoledor? En el jolgorio del reencuentro también tuvimos tiempo para algunas reflexiones. Por ejemplo, llegamos a la conclusión de que Pablo Neruda no estuvo preciso al escribir aquello de que «nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos». Acierta en el plano físico: evidentemente cincuenta años no pasan en balde y dejan huella en forma de kilos de más, arrugas amenazadoras o ya consolidadas, y pelos que ya no están donde debieran. Pero las personas tenemos también otro componente —alma, espíritu, talante, esencia, llamémosle como queramos— que también nos definen y retratan, y yo en el grupo nuestro observé que en este apartado seguíamos cerca de «los de entonces», por la curiosidad por lo que nos rodea y por el ansia de vivir con interés la vida. La disposición a la cordialidad y simpatía, la gracia de las conversaciones recordando anécdotas divertidas de aquellos años, permanecían aún en el conjunto del grupo en una dosis adecuada Y no se nos pasó por alto que la promoción entera ha sido muy afortunada. Casi en su totalidad nos hemos dedicado a la docencia, en universidades e institutos, lo que nos ha permitido trabajar en la profesión que queríamos. Un lujo hoy en día. En la enseñanza hemos prestado un servicio social y cultural que la docencia nos devolvió con creces, al permitirnos desarrollar nuestra vida laboral entre gente joven. Los alumnos, año tras año, siempre tenían la misma edad, y de alguna manera nos preservaron de la vejez, por lo menos de la psicológica, ya que la edad cronológica nadie la pudo detener. Yo creo que en esta profesión los docentes encontramos una variante de la fuente de juventud, de la que ya hablaba Herodoto en el siglo IV a. C. y que Ponce de León seguía buscando por el Caribe en el siglo XVI. Fuimos, pues, una generación afortunada que cursó sus estudios sin la ayuda de fotocopias, ni móviles, ni ordenadores, con la austeridad y las estrecheces económicas de aquellos momentos, pero que no lograron mermar ni el entusiasmo ni la alegría propios de la juventud.

Y no faltaron los recuerdos nostálgicos, con la resignación de lo que ya no tiene remedio, como cuando Manolo (llamémosle así), animado ya por el buen ambiente reinante y la euforia de los cafés con gotas, le dijo a Olga (otro nombre ficticio), una de las compañeras más divertidas y guapas del curso, que a él siempre le había gustado. Ella, brazos en jarra, reaccionó con rotundidad y simulando enfado: «Vaya, y me lo dices ahora, ¿no?».