El apeadero de Wenceslao

José Picado DE GUARISNAIS

FERROL

13 mar 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

En el patio trasero de Villa Florentina hay una escalinata de piedra que va a dar a la Fraga de Cecebre. «La Fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra». Así comienza El bosque animado, tal vez la mejor novela de Wenceslao Fernández Flórez. Una fraga llena de árboles pacíficos, bondadosos y siempre entretenidos porque no miraban a la tierra sino al cielo, y el cielo, decía Wenceslao, cambia tanto según las horas y las nubes que jamás es igual a sí mismo. Y de ríos, y prados, y flores, y brezos, y musgos, y miles de animales. Una fraga en la que había casas pobres como la de Marica da Fame que no tiene horno porque tampoco tuvo nunca pan que cocer; o la de Geraldo, un cajón de oscura piedra pizarrosa por el que nadie daría por ella ni lo que cuesta una vaca. Pero también casas ricas como el pazo de los Dabondo, con un señor muy aficionado a pescar truchas y unas señoras encantadas de recibir a Manuel, el loco de Vos, empeñado en regalarles el oro y el moro además de todos sus bienes de América.

En la fraga de Cecebre, ese mágico bosque animado, había de todo y por su orden. Un alma en pena como la de Fiz de Cotovelo que buscaba un penitente que fuera a San Andrés de Teixido porque a él se le había olvidado ir de vivo. Un ladrón de caminos como Xan de Malvís, conocido por el terrorífico nombre de Fendetestas, que asaltaba a cualquier despistado por aquellas corredoiras para ganarse el botín de unos duros o unos cigarros al grito de ¡alto, me caso en Soria!. La fraga tenía su Santa Compaña, naturalmente, que hacía sonar las campanas que solo podía oír el llamado a incorporarse a su ringlera de difuntos. Y su bruja a la que llamaban Moucha, la única que sabía el oficio y era capaz de leer los remedios en el libro de San Ciprián. La Fraga de Cecebre está de enhorabuena porque crecerá muchos miles de metros cuadrados gracias al relleno de la gravera que hay al pie del apeadero. Robles, castaños y avellanos se plantarán en esos terrenos cerca de las vías donde el escritor se subía al tren para ir de acá para allá. Wenceslao Fernández Flórez era gran conocedor de la vida en los trenes, casi tanto como de la vida en las fragas. Con el tiempo, también lo fue de la vida en el Congreso de los Diputados, cuando tomó el testigo de Azorín para hacer las crónicas parlamentarias recogidas en sus Acotaciones de un oyente. Nadie como él dibujó la política española previa a la guerra civil únicamente esbozando extraordinarias caricaturas de sus señorías. Eso sí, con un sentido del humor inigualable. Un humor que Wenceslao, de espíritu antibelicista y anticlerical, deseaba que sobreviviese a las atrocidades de la guerra, de todas las guerras.