Los algoritmos

José Varela FAÍSCAS

FERROL

30 ago 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

El envero delata que los miguelitos barruntan el prodigio de su melosa sazón. La epifanía del dulzor de los higos es el goloso aviso de la fatiga de un verano que declina. Un estío agitado y tenso en su cautividad. Quién sabe si las estaciones acusan también el estrés, el hastío y aun los achaques víricos, y a ello se deba su cambiante humor de unos años a otros, su impenetrable carácter. Todo el mundo habla del tiempo, pero nadie hace nada por remediarlo. Bueno, algunos simulan estar en ello. Pues esta y no otra venía siendo la sustancia de la que se valían los brujos, augures y pitonisas, si bien ellos tenían la astuta cautela de endosar a sus vecinos la responsabilidad y siempre a condición de reservarse para sí la potestad de fijar el tributo para honrar la deuda: gran invento, la culpa. Después de todo no hemos cambiado tanto: ahora los clérigos más reputados son los ¿laicos? y tenebrosos algoritmos. Pero el misterio persiste. Cambia el método de indagar en los vericuetos de lo futurible desconocido, nunca el resultado: después de miles de años de avatares, los beneficios del proceso siguen en manos -en la faltriquera- de unos pocos, siempre los mismos. El humo, los astros, los meteoros, las entrañas de las aves, la hagiografía, los posos del café, las cartas, la revelación, las líneas de las manos o el mercado: invariablemente la tostada cae del lado de la mantequilla. Confinado en Pantín, elijo pasmar con el patrullaje de las feroces velutinas que orbitan alrededor de la higuera, en ávida espera, como yo. Me basta con la demorada evolución cromática de los higos de San Miguel, porque me instiga a soñar el otoño en la agonía de agosto.