Fe y confianza

Jose A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

20 oct 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Tomo café con un joven profesor que está escribiendo una novela. Me habla de su proyecto narrativo y me plantea algunas dudas que tiene sobre cuestiones técnicas del relato. Aconsejar en estos casos es siempre muy complicado, pero, a medida que va hablando, me doy cuenta de que el mejor consejo que puedo darle es de otro tipo, no precisamente literario. Lo noto ansioso por cuadrar acciones, perfilar personajes, ajustar el marco histórico… Pero sobre todo, con prisa por resolver todas sus dudas y, también, sus inseguridades. Le digo que todo artista -y el escritor lo es- debe trabajar con calma, con dedicación y con fe en lo que está haciendo. Y aun así, no tendrá nunca la certeza de si lo que ha creado es algo digno de mérito o no. Por eso necesita ser paciente y tener mucha confianza en sí mismo. Y para ilustrar con ejemplos lo que digo, le cito los casos de dos premios Nobel, muy cercanos a nosotros, y ejemplos resistencia y perseverancia en escritores.

El primero, Vargas Llosa y el encomiable empeño que puso en su primera novela. De joven, estudia, trabaja como periodista, se casa con 19 años, pero el poco tiempo que tiene libre lo dedica a esa obra que él piensa que deberá abrirle las puertas de la literatura. Se viene a España con una beca, sigue escribiendo cuando puede, porque tiene que trabajar en mil cosas para poder pagar la pensión en la que vive con su mujer… Termina la novela, pero tres editoriales se la rechazan, alguna incluso se la desprecia. Pasan dos años…, y un buen día la presenta al premio Biblioteca Breve (1952), lo gana y Seix Barral publica con gran éxito La ciudad y los perros, el gran espaldarazo literario y económico para un escritor de 25 años. Lo que vino después ya lo conocemos.

El segundo, Gabriel García Márquez. Mucho antes de escribir Cien años de soledad, la historia ya le rondaba por la cabeza. Pero cuando quería atraparla en palabras, se le escurría entre las teclas y se diluía en el polvo de Macondo. Hasta que un día la fijó, nítida y palpitante, en su imaginación. Tal revelación, podíamos decir, se produce en México mientras conducía el coche recién estrenado, viajando camino de Acapulco con su mujer y los dos hijos. Nunca llegaron a Acapulco. Los niños se quedaron sin playa ese verano. El escritor no quiso jugar más con la musa esquiva que lo atormentaba; dio la vuelta, volvieron a casa y se encerró a escribir la novela. Dejó el trabajo de periodista, del que vivían, le confió a la mujer la suerte de la familia, abandonó la realidad de lo cotidiano para dedicarse a construir, con una prosa extraordinaria, la historia disparatada de la familia de los Buendía en un pueblo desolado y fantasmal. Contaba con escribirla en nueve meses; tardó dieciocho. Mercedes con los pocos ahorros que tenían y la venta del coche nuevo supo mantener a raya las necesidades domésticas.

Hay que estar muy seguro del talento de uno o estar muy loco para tomar decisiones así. En los casos de la gente que escribe con dedicación, pero que no vive tan entregada a la literatura, no hay que llegar a estos extremos, en que el talento del artista limita ya con la temeridad del bohemio. Van Gogh podía ser el ejemplo representativo de esto: pintó con entrega y generosidad para lograr vender, en vida, un solo cuadro. Así que animo a mi joven amigo a que escriba con fe y confianza. Lo demás, puede venir…, o no. Pero, sobre todo, que lo que escriba valga la pena por lo bien escrito que está.