Abuelos y nietos

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

02 jun 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Me paro a hablar un momento con un abuelo, vecino de mi calle, mientras espera al nieto a la puerta del colegio que hay en nuestro barrio. Me dice que cada día se da cuenta de que no tiene nada que enseñarle al niño porque todo lo que le pueda contar ya no forma parte de la experiencia diaria del chico, al que le interesa muy poco, o nada, lo que tanto significó para él y para su generación. Además, sabe que no puede aportarle nada de lo que acapara ahora el interés de los niños, como es el mundo tecnológico de la imagen y de la comunicación. A todo este mundo el abuelo llegó tarde, y su incompetencia en el tema es visto casi como un escándalo por su nieto de ocho años al que está esperando.

Mientras reanudo mi camino, voy pensando en que la sociedad actual es la que menos valora la experiencia de los mayores. A lo largo de la historia siempre se había contado con ellos en mucha mayor medida. Hoy, la vida va tan rápida que los hemos extraviado por el camino. Las nuevas generaciones vienen con una desenvoltura y un espabile que hace difícil seguir su ritmo y sus intereses. Un bebé se entretiene perfectamente con el videojuego de un aparato electrónico. Sabe a qué tecla tiene que darle para que el muñeco se mueva de la forma correcta. Se enfrentan al conocimiento y a las novedades de la vida de una forma distinta, natural y sin complejos.

La última vez que estuve esperando un vuelo en un gran aeropuerto me entretuve en observar a la gente que, en un ir y venir constante, pasaba por delante del banco en que estaba sentado. Jóvenes y mayores de todas las razas y hablando lenguas distintas. Siempre me resulta atractivo el espectáculo que da la aglomeración de gente desconocida: rostros amables, hoscos, indiferentes, todos anónimos, pero con su historia vital a cuestas. Si nos detuviésemos en cada una de esas personas y pudiésemos conocer su intimidad, nos encontraríamos con personajes de novela, con sus satisfacciones y sus penas, sus éxitos y sus fracasos a cuestas. Es para mí como un retablo fresco de la vida que pasa y que contemplo como espectador privilegiado.

Pero lo que más me llamó la atención es la desenvoltura con que se mueve la gente joven en un lugar tan intrincado, extenso, uniforme y, sobre todo, extraño para muchas personas que, como yo, están más acostumbradas a la tranquilidad de las plazas de su pueblo o de su pequeña ciudad que al laberinto de puertas, escaleras mecánicas, ascensores y luces atosigantes. Los jóvenes se comportan con una soltura y una familiaridad que parecería que están viajando todos los días. Y no es eso, entre otras cosas porque viajar es caro y no hay tantos jóvenes ricos. Es el descaro con que han ido creciendo, el desparpajo con el que se enfrentaron desde niños a la vida, y, sin duda, la confianza que le da el controlar muy bien todo lo que tenga que ver con pantallas informativas, con indicadores informáticos, con todo tipo de signos audiovisuales que inundan la vida moderna. Me da una sana envidia verlos así, desinhibidos, audaces, alegres, seguros. Tan distintos de los que hoy podemos ser sus padres y sus abuelos y que fuimos jóvenes en otra época bien distinta. Aún recuerdo el desconcierto que sufrimos mi amigo Pancho y yo cuando escuchamos por primera vez una radio que funcionaba sin conectarse a la corriente. Acababa de llegar al pueblo el primer transistor.