A la fidelidad lectora

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

13 ene 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Me para en la calle una señora que, muy educadamente, se presenta como una fiel lectora de estos artículos dominicales que se publican bajo el título de Viéndolas pasar. Me dice que me conoce desde hace tiempo, ya desde hace años, cuando alguien le dijo que era yo el que firmaba esos artículos. Y añade que esa lectura continuada le facilitó conocer, casi al detalle, también mis gustos, mis temas favoritos, mis preocupaciones y mis opiniones sobre temas educativos, culturales y sociales. Después de agradecerle su atención, coincido con ella en que quienes escribimos con regularidad para los lectores de un periódico nunca conoceremos a más del 10% de ellos -y de una manera física y superficial-, mientras que los más asiduos de estos pueden tener un conocimiento muy amplio y pormenorizado de la personalidad y del talante del escritor. Porque, normalmente, uno escribe lo que piensa, lo que siente, lo que vive en esos momentos. No puede haber impostura, ni tratar de inventarse un «alter ego» que no existe. Pero la señora, más que filosofar sobre la relación escritor-lector, quería preguntarme algo en concreto. «Por algunos artículos, hace tiempo que sé que, de tres perros que teníais en la casa familiar de tu pueblo, os quedaba solo uno, Lola. ¿Qué fue de ella?» La pregunta tiene pleno sentido si añado que la señora llevaba de la correa un perrito blanco, con el pelo ensortijado, muy gracioso, que nos miraba con ganas de que acabásemos pronto la conversación.

Y le conté que Lola, que sobrevivió dos años a Maya, la alegre perra labradora, y tres a Xinzo, un podenco sabio y prudente, recogido de la calle, se murió en estas Navidades. Ella también había sido acogida ya siendo adulta, y de los tres, era la que debió de tener peor vida antes de la adopción, pues le costó adaptarse a convivir con los otros dos y con la gente de la casa. Acabó siendo dócil y cariñosa, aunque nunca alegre. A medida que hablaba de ellos, yo me iba dando cuenta de que lo estaba haciendo casi con el mismo énfasis y gravedad que si fuesen seres humanos. La señora intuyó mi reflexión y quiso realzar el valor de los perros diciendo que ella no quiere ni pensar que le falte el suyo, pues vive sola y es quien realmente le hace compañía día y noche, quien la hace salir de casa, dar un paseo y hasta comentar con él alguna curiosidad…

Ya bien sintonizados en el tema, le dije que la entendía perfectamente, y que uno de los grandes disgustos de mi infancia había sido la muerte del perro pastor alemán que teníamos en casa. Éramos de la misma edad, juntos habíamos jugado en la huerta y explorado senderos imposibles por el río y el monte cercano. Cuando yo regresaba de la escuela, él esperaba pacientemente, sentado a mi lado, a que hiciese los deberes y a que merendase, acto este que compartíamos a escondidas de mi madre. Cuando cerraba libros y cuadernos, él era el primero en salir por la puerta de casa en busca de cualquier juego o correría. A los diez años me fui interno al colegio, y el perro, en casa, cambió su comportamiento. Es cierto que él ya era un adulto, pero de repente se convirtió en un viejo. «Murió el León», decía el primer párrafo de la carta que me escribió mi madre ese mismo curso. Como niño que era, lloré por aquel perro como si fuera alguien de la familia.

La señora, un poco emocionada, me dijo: «Escribe esto, que le gustará a la gente que ama a los perros». Y así lo hago. Va por usted.