Proyectos de vida

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

22 jul 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace más o menos una semana que, desde la ventana de la habitación donde escribo, contemplo un caso de relación materno-filial que me tiene gratamente sorprendido, pero, en cierta manera, también preocupado. Enfrente tengo una huerta privada muy desatendida, cerrada por una muralla de piedra que se completa con un cierre de alambre. La huerta está todo el año muy solicitada por pájaros de considerable tamaño, como palomas, urracas y alguna gaviota. En el centro, una esbelta palmera real, en la que se cobijan, por docenas, los pájaros más pequeños. Hay una frase de Manuel Rivas que parece escrita expresamente para ella, cuando estalla la primavera: «La palmera pía, chía, trina. Debe de estar a punto de volverse loca con tantos pájaros en la cabeza». Pero lo novedoso es que en la parte interna del muro, a la altura de mi ventana, hay un polluelo de gaviota, ya grande, del tamaño, por lo menos, de una gallina, que, al pie de la alambrada, se pasa el día esperando. Espera a que la madre (tiene que ser ella, porque solo una madre es capaz de tanta constancia y abnegación) se acerque hasta él, trayéndole la comida que el polluelo mangallón devora en unos segundos. La gaviota, al otro lado de la alambrada, observa cómo este se sacia, espera un poco, como haciéndole compañía, y alza el vuelo para volver a buscarse la vida. Regresa cada cuatro o cinco horas, con más comida, y el ritual se repite de la misma manera. A mí me tiene muy intrigado, pues no sé si son los últimos días de dependencia de la madre o si la cría tiene algún problema de autonomía. Aparentemente, no tiene ningún mal, es grande y fuerte, se da cortos paseos por la muralla, de vez en cuando extiende las alas, ya muy grandes, como insinuando que va a volar, pero no se mueve y tampoco parece ponerle mucho empeño. Puede ser que le guste esa vida sin actividad. Así vive bien, come, se acuesta al sol, se espulga perezosamente, y que la madre siga trabajando…

 Por un lado, me da pena esta existencia contemplativa y de permanente espera que lleva esta cría de gaviota. Esperando su ración de comida, esperando la compañía de la madre, siempre breve y sin ningún contacto, esperando que las alas le sirvan para algo, porque los pájaros han nacido para volar, ¿no? Y eso será lo que tengan que enseñarles sus padres. A nuestros hijos, nosotros los educamos como proyectos de personas, los vamos entrenando para ser adultos y procuramos ir abriéndoles los ojos al mundo. Aunque también es cierto que hoy hay como un empeño en que los niños sean longevos, que vivan instalados en la niñez el mayor tiempo posible, carentes de responsabilidades y de obligaciones. Son seres muy valiosos, pero muchos padres creen que hay que tratarlos como oro en paño y procuran que tengan al alcance de la mano todo lo que soliciten, sea algo razonable o simplemente un capricho. Creo que hoy, en la educación de los niños, se han perdido dos principios básicos: la ética del esfuerzo, que era un bien muy necesario y que no sabemos transmitírsela; y enseñarles que no siempre ellos tienen razón. Como es más fácil decir «sí», nos hemos olvidado de que, con frecuencia, también es necesario decir «no». Ajeno a estos pensamientos y a la problemática de los niños de hoy, el polluelo sigue ahí, en su soledad y desamparo. A ver si aprende a volar pronto, se hace una gaviota de verdad y, de paso, me saca a mí una preocupación de encima.