Lo superfluo

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

12 may 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

En un mensaje publicitario de Internet me invitan a cubrir una ficha para participar en un sorteo. Puedo escoger entre un gran viaje a islas exóticas, un coche de alta gama o un apartamento en una playa de moda. Debo elegir lo que prefiero, cubrir los datos que me piden y esperar a que haya suerte en el sorteo. Pero no tardo un minuto en descartarlo.

Tal como están las cosas, no estoy dispuesto a que mis datos personales sirvan a las redes sociales para asuntos turbios como lo que se descubrió en Facebook. Además, y pensándolo despacio, qué necesidad tengo yo de hacer un viaje que no sé ni a dónde, o de conducir un coche de gran cilindrada, o de ir a pasar las vacaciones de verano a una playa que no conozco y con gente ajena a mi entorno familiar y de amigos. Hay tantos sitios dignos de conocer y visitar sin salir de Galicia, que no voy a tener tiempo para meterme en viajes exóticos.

Mi mujer y yo tenemos una larga lista de lugares gallegos, urbanos y rurales, que queremos conocer y disfrutar en nuestro coche, muy fiable, de bajo consumo y fácil de aparcar por su tamaño. Así que, elimino el correo recibido y a otra cosa. Pero, no, sigo pensando en lo mismo. Y me quedo dándole vueltas al despilfarro diario en que vivimos, a la cantidad de cosas innecesarias de las que dependemos, a las superfluas necesidades que nos hemos creado en esta vorágine consumista en la que estamos inmersos. Y como conocí otros mundos diferentes, en que se vivía de una manera austera y humilde, pero con total naturalidad y muy dignamente, hoy quisiera reivindicar aquella vida, que no necesitaba grandes viajes, ni coches ni apartamentos de lujo en la playa para vivirla satisfactoriamente.

Desde pequeño supe que tener pocas cosas materiales no significaba ser menos feliz. Lo aprendí muy pronto gracias, sobre todo, a un amigo de la infancia que era el quinto de nueve hermanos, en una casa humilde en la que entraba solo el sueldo obrero del padre. Cuando a los mayores les tocaba ir al cine un domingo, él no iba porque era de los pequeños. Pero cuando les correspondía a los pequeños, él tampoco podía ir porque era mayor.

Y se convirtió en el mejor oyente de películas que conocí yo nunca. Se las contábamos de principio a fin, con pelos y señales, y él las repetía a otros que no la habían visto, haciéndola mucho más interesante. En su casa no había nada de valor para jugar, pero todos los hermanos tenían una enorme imaginación para inventar juegos y buen humor para divertirse.

También los padres ayudaban a sentirse cómodos en aquella casa, uno más no importaba… Recuerdo que una hermana de mi edad tenía debajo de su cama una humilde maleta de madera que a mí me parecía un tesoro. De ella iba sacando bisutería en figuras de flores y de peces, la imagen de una santa fosforescente, una pulsera de latón… Siempre había alguna sorpresa, que aquella niña cuidadosa era capaz de embellecer con su candorosa sencillez. Y esto pasaba en más familias. En la escasez estaba el encanto porque era un acicate para agudizar la imaginación. Un pantalón usado del padre se convertía en una falda para una hija gracias al saber y al trabajo de la madre. La lección para los jóvenes de entonces era muy fácil de comprender: lo importante en la vida no es tener muchos bienes materiales, sino en tener muy pocas necesidades y ninguna dependencia de ellos. Algo que, con los años, entendimos mejor.