Un toro de leyenda

Jose A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

01 may 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Veo en el telediario las imágenes de un buey suelto por las calles de Llodio y cómo un ertzaina lo abate de un disparo. El animal, que se había escapado de un remolque, corría sin rumbo entre los coches. La escena deja un mal sabor de boca y una pregunta inmediata: ¿en estos tiempos de tecnología ultramoderna no habría otra forma de reducir a este buey desorientado? ¿Había que matarlo sin intentar otras alternativas? Mientras me hago estas preguntas, en mi cabeza surge un recuerdo antiguo que tiene que ver también con un toro. No sé qué pasadizos secretos hay en la memoria humana, capaces de trasladar, con absoluta naturalidad, unos hechos actuales a lugares y a tiempos lejanos.

En este caso concreto, el recuerdo que acude a mi mente, enmarañado en la noticia de Llodio, tuvo un impacto emocional que aún sigue vivo en el imaginario colectivo de mi pueblo. En las villas y lugares pequeños, los acontecimientos que se recuerdan durante años son aquellos que han causado una gran impresión en el vecindario, y que después se van transmitiendo de padres a hijos con la consiguiente mitificación del recuerdo. No hay nadie por mi tierra que no haya oído hablar del toro que se escapó de la plaza taurina una tarde de fiesta local, el día de San Juan de 1952.

Eran malos tiempos para el pueblo por una serie continuada de circunstancias adversas. El alcalde quería poner a Negreira en el mapa, como capital de Partido Judicial que era (y es), y alguien le aconseja que lo mejor sería celebrar una corrida de toros, como hacen en la vecina Noia por las fiestas de San Marcos. La idea parece buena, y lo que se pretende es superar el espectáculo de los noieses: se construye una plaza de madera en el espacio de la feria, al pie de los muros centenarios del pazo del Cotón; una comisión se traslada a Salamanca y regresó con dos toros imponentes.

De la escuela de tauromaquia de A Coruña, trajeron dos toreros que quedaron aterrados al ver el tamaño de los toros; el carro de las gaseosas del pueblo arrastraría los animales al final de la faena, y la banda de música local se encargaría de los pasodobles de turno. La expectación iba en aumento en los días previos, hasta el punto de que, ya desde la mañana de ese día, la plaza estaba a rebosar; las copas de los árboles, a tope, eran el lugar preferido por la chavalería; y los dos guardias municipales, con su uniforme de gala, no eran capaces de poner orden en semejante algarabía: un gran número de espectadores frustrados derriban una puerta y parte de un graderío. Pero todo vuelve a su sitio cuando sale el toro y asombra con su envergadura.

El torero, aprendiz de escuela, no se atreve a salir del burladero. El animal corretea por la arena hasta que vio un hueco entre las tablas, y, limpiamente de un salto, salió a la calle. El pánico se apoderó de la gente que estaba en la plaza, y el terror, de los que estaban fuera. Gritos, golpes, atropellos, y los chavales añadiendo confusión al tirarse desde los árboles.

La desbandada fue general: unos avisaban de que el toro venía por aquí, otros, por allá, el griterío no dejaba razonar. Y el toro, cansado de corretear y de tanto lío, se fue a un prado de las afueras del pueblo a pastar la hierba fresca y apetecible. Allí lo mató la Guardia Civil. Injustamente, pues el animal vino a darle la razón al alcalde tan mediático: el nombre del pueblo hasta salió en el ABC.