La niña del caldero

josé antonio ponte far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

17 abr 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Mi amigo Javier dejó escrito un relato que le había escuchado muchas veces a su padre, y que este contaba como ejemplo del amor paterno de un vecino con una hija pequeña gravemente enferma. El otro día, en una cafetería de mi pueblo conocí a aquella niña que, cuando ocurrieron los hechos, tenía dos años. Hoy es una señora mayor muy bien conservada y dicharachera, a la que, por las señas que me dieron al presentármela, identifiqué de inmediato como la protagonista de aquella historia. Aunque protagonistas hay varios. Por ejemplo, el padre: un hombre sencillo, que vive con su mujer y dos hijas en una aldea de los alrededores, una vida humilde, dependiente de dos vacas y un terruño. Protagonista, también, es la época en que ocurren los hechos: primeros años 40, los peores momentos de una posguerra muy dura para la gente del campo. Y hay un tercer interviniente, personaje importante en el relato, que es el médico del pueblo: un hombre honesto y profesional abnegado, que, aunque era el marido de la heredera del pazo del lugar, siempre atendió a todo el mundo, sin distinción entre ricos y pobres, con la misma entrega y generosidad.

Pues bien, después de varios minutos de conversación con la señora, y visto su buen talante y hasta su sentido del humor, le pregunté si ella conocía alguna anécdota relacionada con una enfermedad grave que sufrió siendo una niña de dos años. Me contestó que no, que sólo sabía lo que siempre le dijeran en su casa: que habían temido por su vida y que la salvó la penicilina. Lo que me dio pie para contarle la historia que había escrito mi amigo, y que ella siguió con suma atención reflejada en una mirada que, a veces, se nublaba por la nostalgia. Sucedió que la niña tenía una fiebre altísima y su padre, aunque eran las cuatro de una madrugada invernal, decidió ir al pueblo en busca del médico. Este acudió de inmediato y, nada más ver a la niña, se dio cuenta de que se trataba de una severa pulmonía. Ante el escándalo de los padres, mandó que la metiesen en una palangana de agua tibia, que abriesen la ventana y que la tapasen con poca ropa. Y le dijo al padre que, a primera hora de la mañana estuviese en la farmacia del pueblo, que había que conseguir un nuevo medicamento, muy escaso y caro, que era lo único que podía salvar a la pequeña. «Sí, señor. Alí estarei. E si hai que vender unha vaca, véndese». Cuando llegó el padre, ya estaba allí el médico discutiendo con el farmacéutico, que veía como algo imposible conseguir la penicilina tan rápidamente como aquél le exigía. Además, hay tan poca en el mercado, que sólo se administra para gente pudiente y afín a la causa nacional, que no está al alcance de cualquiera, protestaba el farmacéutico. El médico se enfureció, lo increpó, lo amenazó, pero, ante la sorpresa del padre allí presente, accedió a despacharles la penicilina. Y le dijo al médico que, después de la primera dosis, guardase el resto en lugar fresco. «Que la meta en el pozo». Y aquí el padre, desconfiado ya de la maldad del farmacéutico y acordándose del baño de agua tibia, empezó a llorar y dijo que no, que él a la niña en el pozo no la metía. Al médico le costó consolarlo, por mucho que le decía que era la penicilina, no la niña, lo que había que meter en el caldero del pozo, un lugar fresco.

La señora se sonrió, habló de la bondad de su padre y me dijo: «Pues aquí está la niña del caldero».