Diarios

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

26 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Para un trabajo pendiente sobre Thomas Mann, estoy revisando los Diarios que el autor alemán escribió entre 1918 y 1955, sobre los que dispuso que no se publicasen hasta después de veinte años de su muerte. Por lo tanto, hasta 1975 ningún lector tuvo acceso a lo que se esperaba como un acontecimiento literario tratándose de un gran escritor como él, autor de novelas tan celebradas como La montaña mágica y La muerte en Venecia. Pero la decepción fue proporcional a las expectativas despertadas, y aún hoy nadie se explica por qué el autor había impuesto esos veinte años de silencio a unos papeles absolutamente intrascendentes y egocentristas, pues en ellos va dando cuenta de nimiedades personales, de cómo se encuentra su estómago, de si pasó buena noche, de las visitas de amigos que tuvo, de los viajes en tren o en coche... Es decir, abundan los pormenores sobre su vida y escasean las reflexiones sobre lo que estaba pasando a su alrededor, sobre lo que leía y escribía.

Thomas Mann vacía de contenido lo que debe ser la esencia de un diario: un texto escrito en un tiempo concreto, que debe dar información precisa de lo que el escritor está viviendo en ese momento. Por eso este tipo de literatura debería conservar siempre la frescura de lo auténtico, igual que una carta de amor, por ejemplo, reflejará para siempre lo que el amante sentía en aquel momento, vayan como vayan las cosas después.

Esa es la ventaja que tienen las cartas y los diarios sobre la biografía -siempre manipulada por el autor de la misma- y sobre la autobiografía, siempre adornada por quien escribe sobre sí mismo.

Pues bien, lo que estoy leyendo de Thomas Mann traiciona la esencia de lo que debe ser un diario. Y aquí hay que recordar que este escritor, premio Nobel en 1929, vive en Alemania la llegada al poder de Hitler, se exilia a Suiza y después a EE.UU. por su oposición al nazismo, pero apenas dedica unas páginas a hablarnos de ese mundo. Ni de la Segunda Guerra Mundial, que vive en la distancia y a la que alude muy de vez en cuando. Parece que de un premio Nobel había que esperar algo más… Por ejemplo, algo parecido al testimonio que nos dejó el filólogo alemán, de origen judío, Víctor Klemperer, profesor de la Universidad de Dresde.

En 1933 anota en su diario que Hitler acaba de ser nombrado Canciller de Alemania y no le da mayor importancia. Pero según avanza ese año, va dando cuenta de la escalada de brutalidad del nazismo, del miedo y del silencio que se van extendiendo entre la gente que conoce. Todo se va enrareciendo, el terror va ganando terreno. Con mucho miedo, pero lo refleja todo en su diario. Por su origen judío lo echan de la Universidad, le prohíben entrar en las bibliotecas, ir a los cines y a los parques públicos. Lo expulsan de su casa, le obligan a llevar una estrella amarilla cosida a la solapa del abrigo… Con lo que escribe arriesga su vida cada día. En 1941, después de librarse milagrosamente de ser descubierto, anota: «Sigo escribiendo, ese es mi heroísmo, quiero ser testigo, testigo fiel, hasta el final».

El asustado y viejo profesor sobrevivió al despiadado bombardeo de Dresde por los aliados, ya al final del nazismo. Su diario se publicó primero en EE.UU. y hace unos pocos años, en España. Su lectura es un testimonio sobrecogedor. El de Thomas Mann, que vivió los mismos hechos, esquiva lo verdaderamente importante.