Sabiduría natural

FERROL

19 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Maya, la perra labradora de la que tengo hablado ya otras veces, murió la semana pasada. La veterinaria que la atendía desde hacía meses vio que había llegado el momento: su artrosis le impedía ya levantarse y valerse por sí misma. Sus catorce años no daban para más. La casualidad quiso que el día acordado para la inyección letal fuese el mismo en que yo había decidido acercarme a la casa familiar para podar la parra de la huerta. Coincidí con la llegada de la veterinaria y mi hijo me puso al corriente de lo que pasaba. Me lo dijo con una doble pena: por el final de la perra, a la que tenía en casa desde cachorra, y por el mal trago que iba a pasar yo al haber llegado en esos momentos. «Al contrario, le dije, me alegro de estar aquí porque comparto el mal trago contigo y así parece que toca a menos; y también por la perra, por poder despedirme de ella. La alegría que nos regaló durante estos años con su vitalidad y su presencia, bien merece que estemos a su lado en este momento». Antes de que la veterinaria hiciese su trabajo, le acaricié la cabeza y, al sentir mi mano, no la movió, pero giró los ojos hacia mí y me envió una mirada de resignación y de agradecimiento que me será difícil olvidar. Sentí algo parecido a lo que debió de sentir Ulises cuando, al final de la Odisea regresa a Ítaca, veinte años después de haber partido para la Guerra de Troya. Ulises venía dispuesto a enfrentarse a sus enemigos y, para no ser reconocido, se había disfrazado de mendigo y con las facciones disimuladas. En efecto, nadie lo reconoce, ni su esposa Penélope, tan ocupada en tejer por el día y destejer por la noche, para dar largas a sus muchos pretendientes. Ulises solo es reconocido por su perro Argos, viejo ya y enfermo, que lo saluda moviendo trabajosamente la cola. Y al guerrero indomable, ante la fidelidad de su perro, ahora tan viejo y descuidado, al que no puede hacerle una caricia porque se delataría ante sus enemigos que lo observaban, solo le queda llorar en silencio y seguir su camino. Pero yo tuve más suerte que Ulises porque pude estar con esta fiel amiga hasta el final sin disimular caricias ni emociones. Y, desde luego, no dejé de admirar la serena elegancia con que este animal aceptó su destino y la dignidad con que se enfrentó a la muerte. En Norteamérica, la psiquiatría y el psicoanálisis se están especializando en enseñar a bien morir a sus pacientes con enfermedades terminales. Los monasterios budistas llevan siglos intentándolo con sus monjes, que dedican a ello largas horas de meditación. La Iglesia católica ha puesto siempre mucho empeño en prepararnos, hasta con Sacramentos específicos, para aceptar la muerte resignadamente. La perra Maya lo aprendió instintivamente, correteando por la huerta: en verano parándose a meditar debajo de un manzano y en invierno, escrutando la niebla que desciende por las ramas desnudas del nogal.

Escribo estas líneas el día siguiente en que el Congreso aprobó una propuesta de ley según la cual los animales dejarán de ser cosas para ser considerados «seres con sentimientos». En cuestiones de respeto a los más indefensos, aquí siempre vamos con retraso; en este caso, de siglos, porque ya en las fábulas griegas y romanas se nos habla de la fidelidad y del afecto de que son capaces los perros, sin pedir nada a cambio. A ver si con la ley logramos entenderlo.