Los centros comerciales

Miguel Salas

FERROL

09 feb 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

uerido Lilo: Hablaba la semana pasada de lugares estremecedores. Igual que me espanta caminar por la calle de los dentistas, procuro evitar los centros comerciales taiwaneses a primera hora de la mañana, porque hacerlo me supone dos o tres noches de insomnio. Aquí, en los comercios de cierto prestigio, tienen un protocolo de cortesía muy estricto. La bienvenida al abrir la tienda es parte esencial de este, y experimentarla sin preparación psicológica puede producir en el extranjero un trauma de aculturación. Todo comienza con un siniestro reloj con carillón y muñequitos articulados que bailan al dar la hora. Inmediatamente después, las puertas se abren y una falange de dependientas, perfectamente uniformadas, sale formando dos filas, y con movimientos escrupulosamente concertados escoltan la entrada en un supuesto acto de hospitalidad, aunque a mí tanta sincronización y tanto paso de la oca me recuerden mucho a las SS.

Ya amedrentado, entra uno en ese palacio del lujo, completamente desierto. Los dependientes, quietos como estatuas ante su mostrador, esperan a que el cliente pasa a su lado para gritarle en la oreja: «¡Bienvenido!», y doblarse por la cintura en una reverencia tan brusca que por poco barren el suelo con las cejas. Se tiene la sensación de haber entrado en la cueva de Alibabá y de ser atendido por autómatas. Casi se les pueden escuchar los engranajes. No veas lo que echo de menos eso de «señora, qué le pongo».

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