Mejora de la eficiencia
Uno de los objetivos confesos de la reforma consiste en mejorar la eficiencia de la Administración. A través de una doble vía. Primero, mediante la exigencia de mayor dedicación y esfuerzo por parte de los servidores públicos. En palabras de la vicepresidenta del Gobierno, «tenemos que hacer mucho más con mucho menos». Y en segundo lugar, mediante la modernización de la estructura administrativa, la eliminación de trabas burocráticas y la supresión de duplicidades.
¿Trabajan poco los funcionarios? Desde el decimonónico «vuelva usted mañana» de Larra hasta la imagen tópica del burócrata enfrascado en la quiniela y el cafelito, los empleados públicos han tenido que soportar diversos sambenitos. Tópicos a menudo injustificados que, probablemente, tienen su origen en un cierto desdén o desprecio de la función pública y en el predominio de teorías que ponen el acento en los fallos del sector público y corren un tupido velo sobre los clamorosos fallos del mercado.
Pero existe un problema añadido a la hora de evaluar la productividad del trabajador al servicio de las administraciones públicas: la vara de medir. Los baremos aplicables a una empresa mercantil no sirven para medir la eficiencia de la Administración. Y a falta de una unidad de medida incontrovertible, el tópico se impone.
Existe, no obstante, un amplio espacio para la mejora de la eficiencia y el ahorro de recursos. Desde la supresión de instituciones redundantes hasta la eliminación de duplicidades o triplicidades.
Duplicidades y redundancias
Por circunscribirnos al ámbito gallego, hay diputaciones provinciales que gestionan -o gestionanban hasta hace poco- un equipo de baloncesto profesional, varios hospitales, una productora y un centro de enseñanza audiovisual o una banda de gaitas. Es decir, con competencias o atribuciones en materias de sanidad, educación, deporte y cultura. En todas esas esferas algo tiene que decir la comunidad autónoma. Y también la Administración central, donde existe un Ministerio de Cultura vacío de contenido, más allá de la gestión de cuatro o cinco museos de carácter nacional, o un Ministerio de Vivienda cuya principal función consiste en financiar las competencias que pertenecen a la comunidad autónoma.
Al mismo tiempo, los ayuntamientos, estrangulados financieramente, se quejan reiteradamente por tener que asumir lo que llaman «gastos impropios en la administración local». Alegan que, en este caso, no existen duplicidades: simplemente tienen que cubrir lagunas dejadas por las administraciones que supuestamente son las competentes en esas materias.
Basten esos ejemplos para resaltar la magnitud de solapamientos que, además de generar descoordinación y distorsionar el funcionamiento de los servicios, supone un notable dispendio de recursos. Hay competencias duplicadas, triplicadas o cuadriplicadas. Hay competencias ejercidas «impropiamente». Pero, a mayores, existen también instituciones redundantes o instituciones que incluso, al menos en su diseño actual, pueden ser suprimidas sin menoscabo del régimen democrático.
Y a todo ello debe dar respuesta la reforma de las administraciones públicas en marcha, bajo el principio de «una administración, una competencia».