Seguro que a muchos les ha ocurrido que al entrar en un comercio descubren que el dependiente no se aclara con lo que el personaje de piel blanquecina y tez sonrosada delante de usted le está pidiendo. Al menos a mí sí que me ha ocurrido, y fue entonces cuando me pregunté cómo se sentirá el extranjero que nos visita: si está contento por el trato que recibe, o si tiene la oportunidad de experimentar la riqueza cultural y gastronómica de la ciudad.
A pesar de tener un aspecto latino irrefutable, ensayé mi mejor acento británico -bastante cuestionable, por cierto-, y me dispuse a hacerme pasar por una inocente turista con ganas de saborear los mejores platos de Santiago, comprar algún suvenir del Camino o adquirir esos apetecibles quesos y tartas de almendra que se ven a través de los escaparates del casco histórico.
Lo que la mayoría de camareros hacía cuando preguntaba en otro idioma era darme la carta en inglés y desentenderse por completo. Cómo explicar la preparación de las vieiras, el pulpo a la gallega, o el caldo de grelos si lo único que se sabe decir al inquirir por una recomendación es «arroz, pescado y pollo». Una joven camarera de una cafetería de la Rúa do Vilar, intentando explicarme el menú del día, no encontraba la manera de que yo entendiera qué eran los huevos. «¿No sabes lo que son los huevos?», me decía en castellano. Otros, al escucharme se miraban entre ellos, como pensando: «A ver a quién le toca el muerto», y terminaban por decirme, también en castellano, que en ese restaurante no había «ninguna especialidad». Los pocos que se atrevían lo hacían con la carta delante, señalando lo que ya estaba escrito en ella, incapaces de describir algún ingrediente. A primera vista parecía que muchos sabían defenderse, pero en realidad no pasaban del «buenos días». Al final tuve que optar por señalar los pinchos que estaban a la vista; así «sabía» lo que me comía.
También es cierto que la buena intención sobra: una señora en el Franco, que deduje era la dueña del restaurante en el que estaba, animó al que creo que era su hijo a ir a la cocina a coger las almejas, para que yo viera lo que eran. No tenían carta en inglés, y ese era su mejor plato; en otros dos negocios el camarero llamó a algún cliente para que hiciera de traductor; y un señor mayor que vendía tartas de almendra no se dio por vencido ni un momento. Yo le preguntaba, «¿las vende usted más grandes?», y él me respondía en castellano, «Ah, ¡que quieres probarlas!» En total recorrí hasta 42 restaurantes, cafeterías y alguna tienda de productos típicos, y aunque muchos, con buena intención y señales consiguieron entenderme, solo me llevé una respuesta satisfactoria y una buena recomendación en tres de ellos.
Con las tiendas de suvenires ocurrió lo mismo. Tenía la intención de conseguir un recuerdo del Camino. Muchos me comprendían por el hecho de llevar largo tiempo vendiendo los mismos productos, sin embargo, al preguntar por detalles, se descubre la misma carencia. En una tienda incluso no pasé de la puerta; la dependienta me dijo desde allí «no te entiendo». Hasta 19 locales de este tipo visité, y solo en dos supieron responderme correctamente. Otros cinco entendieron lo que les pedía, pero me contestaban en castellano.
A partir de esta experiencia no puedo decir que el trato a los turistas sea irreverente, más que nada por la buena voluntad de la gente. Sin embargo, esta situación hace que a veces no puedan degustar un atractivo plato, ni comprar lo que realmente están buscando. ¿Cómo se sentiría usted si esto le ocurriese?