Por qué odiar a Kyrgios y por qué disfrutar con Kyrgios

DEPORTES

DAVE HUNT

27 ene 2022 . Actualizado a las 10:30 h.

Me gusta ver jugar a Nick Kyrgios, lo reconozco.

Kyrgios es una persona bastante despreciable. Un tipo capaz de intentar humillar a un contrario —le soltó en pleno partido a Wawrinka que su amigo Kokkinakis se había acostado con su novia—, de menospreciar el talento de un rival —por ejemplo, cuando dijo que Carreño no era Picasso—, de provocar sin gracia —cuando emuló una masturbación con una botella de agua durante un descanso—, de mostrarse violento —lanzó una silla al medio de la pista durante un partido en Roma—, de faltar al público —lo hizo en Shanghái y le valió una multa— de dejarse perder en varios juegos —cuando ni corría ante Gasquet— y de desafiar a los árbitros —tantas veces, que sobra elegir una—. El tenista australiano no es la clase de persona de la que esperas que tus hijos aprendan los valores del deporte. Más bien al contrario.

Kyrgios tiene ya 26 años, pero pese a su talento indiscutible para este deporte ha preferido construir su carrera y su personaje empeñado en llamar la atención por su mala educación.

Estos días, Kyrgios también llena las gradas del Open de Australia en emocionantes partidos de dobles con su amigo Kokkinakis, como hizo Rafa Nadal en los Juegos de Río con su íntimo Marc López. Y cabe preguntarse por qué ese tipo despreciable, odioso y provocador en el peor sentido de la palabra, no madura y aprovecha su talento para contribuir a relanzar el tenis cuando los tres gigantes que lo gobernaron durante los 20 últimos años darán no muy tarde el relevo de forma definitiva a una nueva generación.

El propio Kyrgios lamentaba estos días en Melbourne que la industria del tenis hubiese centrado la venta de su espectáculo en Federer, Nadal y Djokovic. Quizá no es tan difícil saber por qué ha sido así: jamás en la historia de este deporte tres fenómenos han acaparado de tal manera los mejores trofeos, pese a resultar al mismo tiempo unos para otros una competencia feroz. Por eso encaran los últimos años de sus carreras con 20 grand slams cada uno. Una burrada que puede ampliar Nadal este fin de semana.

Pero hay algo que me gusta de Kyrgios. No es un robot en la pista, no juega de forma automática, no se empeña en un autocontrol frío e insípido que anule su personalidad, como sucede con tantos otros jugadores brillantes a los que da una pereza enorme ver en un partido a cinco sets. Esos otros tenistas fabricados en una enseñanza mecánica que da vergüenza ajena ver en vídeos de YouTube, donde cualquiera puede encontrar pequeños fenómenos golpeando cientos de bolas seguidas como si fuesen hamsters corriendo en la rueda.

A Kyrgios, en la pista, y es lo único que por ahora me agrada de él, le gusta jugar al tenis, en el sentido más lúdico de la palabra: variar su repertorio, inventar golpes, arriesgar, equivocarse, volver a intentarlo, conectar con el público. Quizá porque de crío se enamoró del tenis de esa manera, tomándoselo como un juego divertido junto a sus amigos, no como una misión para hacer un mundo mejor ni trascender. En la pista, con esos saques por abajo, de cuchara, ha roto algunos códigos de un deporte maravilloso y tradicional en tantos aspectos como el tenis. Si algún día elige dejar de ser un tipo odioso y maleducado, también mejorará su rendimiento. Y encontremos otros alicientes, aunque menores, para cuando nos falten Nadal, Federer y Djokovic.