Se presentó a la final de Oporto con sus peores números en siete años de rojiblanco: 23 goles encajados en los 20 partidos del curso y solo seis porterías a cero. Tres días atrás, daba puñetazos al césped después de que el japonés Take Kubo certificara el asalto del Mallorca al Metropolitano. El esloveno, tercero en la votación al premio Yashin, por detrás de Donnarumma y de Mendy, campeones de Europa con Italia y el Chelsea, respectivamente, lleva un curso extraño, con la sensación de que el robot se ha vuelto humano. En Liga, le condenaron el despiste en Getafe, la sonada pifia en Cádiz, con el partido ya resuelto, y, sobre todo, las dudas que transmitía. Transitan los colchoneros a diez puntos de sus eternos rivales, aunque con un partido menos, pero el triunfo en O Dragao les permite ver el derbi con esperanza. «Hay que mantener la cabeza alta y mejorar cuando se pierde y las cosas no salen, y estar tranquilo si ganas porque no has hecho nada. En el Atlético, siempre hemos sacado todo lo bueno cuando más necesario ha sido», concluye Oblak. Pura filosofía cholista.
Pese a sus temblores en la actual campaña, es indiscutible. Su renovación, la tercera desde que aterrizó en el 2014 en el Atlético, es casi cuestión de Estado. Siempre fue introvertido, más aún en esos inicios con dificultades idiomáticas que retrasaron su adaptación, pero es uno de los guías del vestuario. Mensajes claros, cortitos y al pie. Blindarle ya fue un asunto capital en el 2019, cuando amplió su vínculo hasta el 2023. Dejó cerrado un salario a su altura, 10 millones netos. Los 16 kilos pagados al Benfica parecían una barbaridad, pero fue una de las mejores inversiones en la historia del club rojiblanco.