La corrupción corroe Brasil

Miguel Piñeiro Rodríguez
MIGUEL PIÑEIRO BRASILIA / CORRESPONSAL

DEPORTES

SRDJAN SUKI

El encarcelamiento del presidente del comité olímpico es el último de una retahíla de casos de dirigentes bajo sospecha, con el fútbol y el baloncesto a la cabeza

17 oct 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

A Carlos Arthur Nuzman, expresidente del Comité Olímpico Brasileño, le encontraron 16 lingotes de un kilo de oro depositados en un banco de Suiza. La investigación por la compra de votos para lograr los Juegos de Río 2016 destapó el lucro del máximo responsable del deporte del país sudamericano, el único en la historia del movimiento olímpico que además fue presidente del comité organizador. Alcanzaba sus máximos niveles la corrupción en el deporte de Brasil, con la detención y prisión incondicional de Nuzman por conseguir unos Juegos que pretendían ser la guinda a la etapa de crecimiento y expansión del país en los últimos 15 años. Un síntoma perfecto para resumir la situación de Brasil, donde la crónica de la corrupción es interminable, y que corroe también los pilares del deporte en los ámbitos más diversos.

Nuzman fue detenido en su casa de Río de Janeiro, y el empresario conocido como Rey Arthur, que actuó como intermediario en los sobornos para votar por la capital carioca, está desaparecido. La caída del presidente del comité olímpico es la última rama podrida del gigantesco árbol del deporte brasileño. No se libra casi ningún ámbito, y a la cabeza está el fútbol. La todopoderosa CBF ha visto a dos de sus últimos presidentes implicados en casos de corrupción. Una federación controlada durante décadas por la familia Havelange-Teixeira (la hija del expresidente João se casó con Ricardo, quien le sucedió) desembocó en el anciano José María Marín, un gallego que acabó en la cárcel a sus 80 años por la investigación llevada a cabo por el FBI en la FIFA. Su predecesor, Ricardo Teixeira, no puede salir de Brasil porque España le reclama en la misma causa que imputa a Sandro Rossell por lucrarse en la venta de derechos televisivos de los partidos de la selección, entre otros asuntos.

La maquinaria del fútbol siguió impasible a pesar de la caída de los que lo gestionaron durante décadas. No ocurrió lo mismo con el baloncesto brasileño. En noviembre del año pasado, la FIBA suspendió a las selecciones masculinas y femeninas, así como a los clubes, para participar en competiciones internacionales. El motivo: «La falta total de control» en las cuentas de la federación brasileña, que solo se podía solucionar con la «reestructuración» del ente. Toda la directiva desapareció del mapa. En junio, y tras la supervisión de un enviado de la FIBA (en un giro irónico del destino, fue José Luis Sáez, apartado de la FEB por corrupción), Brasil regresó al escenario internacional.

También la natación

Antes de la restitución de la federación de baloncesto fueron condenados a prisión cuatro exdirigentes de la de natación (solo metieron en la cárcel a tres, uno de ellos no fue encontrado). Entre ellos el expresidente Coaracy Nunes, acusados todos de apropiarse de 15 millones de euros de dinero público. En la investigación de la policía fueron claves las denuncias de los jugadores de la selección de waterpolo, que se cansaron de reclamar una prima.

La divisa de «no mezclar deporte con política» se vuelve imposible en Brasil, donde los últimos tres presidentes del Gobierno lidian con las sospechas de corrupción. Las grandes citas (Mundial del 2014 y Juegos del 2016) tuvieron su cierre de fiesta en Maracaná, un estadio que fue reformado para modernizarlo y ahora está casi abandonado porque ninguno de los grandes clubes de Río es capaz de pagar su uso y llenarlo. Y el gobernador del Estado, Sergio Cabral, está encarcelado por los sobornos que cobró en las obras del templo futbolístico del país.

El recuerdo de Mané Garrincha, pisoteado en un campo donde nadie juega

Brasilia es una capital que no tiene deporte de élite, lastrada por la falta de patrocinios privados y la crisis de las empresas públicas. Aún así, con motivo del Mundial de fútbol del 2014, se adecentó su estadio con el nombre de Mané Garrincha, el mito del fútbol en blanco y negro y quintaesencia del estilo brasileño. La obra terminó hace ya 4 años y aún no se sabe exactamente cuánto costó. El Tribunal de Cuentas de Brasilia sigue investigando e imputando a responsables públicos por un sobrecoste que se estima en 35 millones de euros solo en materiales. Las estimaciones creen que el estadio costó unos 500 millones, todos de dinero público.

A los miles de operarios que trabajaron en la reforma del estadio nacional para dejarlo en más de 70.000 espectadores se le prometieron entradas para el partido de inauguración entre dos equipos de Brasilia. Peor al final más de la mitad se quedaron sin ellas porque fueron usadas por políticos y autoridades locales para sus contactos.

A pesar de que nadie juega en el estadio Mané Garrincha desde hace meses (el campo más caro del Mundial del 2014, un desafío para el que se abordaron infraestructuras faraónicas, la mitad de ellas con sobreprecio en las obras), el estadio pasó una factura de decenas de miles de euros en agua, algo que nadie fue capaz de explicar.

Sus restos, también perdidos

Las autoridades brasileñas pisotean así el recuerdo del regateador imposible, cuyo nombre es manchado en la misma medida que sus restos no descansan: los huesos de Garrincha desaparecieron de su modesta tumba en Río de Janeiro, en medio de disputas familiares entre sus 11 hijos.