
La primera novela que yo leí de Vargas Llosa, Pantaleón y las visitadoras, me pareció algo frívola para mi gravedad adolescente. Los jóvenes, ya se sabe, se toman a sí mismos demasiado en serio. Claro que el autor peruano —entonces todavía solo peruano— venía de publicar una de las cumbres de la literatura hispanoamericana del pasado siglo, Conversación en La Catedral, esa sí, una obra extensa y exigente, por la que además no ha pasado el tiempo como ocurre con tantas otras —como, por ejemplo, para mí, la Rayuela de Cortázar—. Desde entonces Mario, que indudablemente era un escritor vocacional, un corredor de fondo, ha ido dando a sus lectores admirables creaciones, como La ciudad y los perros, La guerra del fin del mundo, La fiesta del Chivo... y algunas otras más gamberras y un tanto pornográficas, entre las que se encuentran, por ejemplo, las historias de Lucrecia y Rigoberto.
Esto que acabo de contar es la causa de su fama y de sus premios, el Nobel y los otros; causa también de su sillón en la Real Academia Española. Y sin embargo Vargas Llosa era también un gran lector, irreductible, sin concesiones. Eso para mí es una de las cualidades más importantes de un escritor: ser buen lector. Para Mario la literatura era una religión. La suya, puesto que no tenía alguna otra de las que giran en torno a un dios. Y para que un escritor sea un buen lector tiene que ser generoso e inteligente. Por eso a mí me gustaba el autor de La tía Julia y el escribidor. Porque sabía admirar a sus contemporáneos. No en vano dos de sus mejores obras son ensayos sobre otros escritores, García Márquez y José María Arguedas. El primero, además, convertido en enemigo acérrimo tras el famoso puñetazo de 1966.
La larga vida de Mario que acaba de llegar a su fin deja tras de sí un modesto alboroto de disconformidad. Una marejadilla de censuras a su talante conservador. Pero Mario, en lo literario, era radicalmente liberal. Y admiraba, por ejemplo, a aquel a quien había dejado un ojo morado y retirado el saludo.
Yo tuve la suerte de encontrarme con Vargas Llosa en uno de sus últimos actos públicos, hace un año y pico, en lo que parecía el inicio de una gran amistad. Pero, como me ocurrió con el gran Rafael Azcona, apenas llegué al muelle con el tiempo justo para despedirme con un pañuelo, como en las fotos de Martí.
Mario, que denostaba dolorosamente el Perú en sus memorias y en algunas de sus novelas, volvió, en contra de lo que hiciera Borges, a morir a su patria. Y ahora, desde allí, al Parnaso.