La tremenda crisis del ladrillo del 2018 redimensionó decisivamente el rol y la imagen del arquitecto. Hay quien piensa que su papel pasó de ocupar la cima de la aristocracia de las artes, el centro de los focos, a un lugar parecido al del paria social. El dinero dejó de fluir con aquella facilidad pasmosa de antes para los grandes proyectos internacionales -que aún los hay, pero no tantos- y comenzó a crecer en la profesión el valor -que tampoco es que fuese nuevo- de las actuaciones que se basan en el respeto al entorno, la sostenibilidad, la rehabilitación, la funcionalidad... Hoy es más difícil que un joven llegue a la Escuela de Arquitectura persiguiendo el puro prestigio mediático que representaban figuras como Frank Gehry, Zaha Hadid, Jean Nouvel, Santiago Calatrava o Norman Foster. Al final, la arquitectura, como la vida verdadera, ha de apelar a los valores de la proporcionalidad, la escala, porque lo que debe perseguir es mejorar la existencia de las personas. Autores como Rafael Moneo, Manuel Gallego Jorreto y David Chipperfield, entre otros, han sido pioneros en esta filosofía, contraria al espectáculo. Y esa forma de pensar en el ámbito de la creación se plasma también en la normalidad y la modestia de sus planteamientos cotidianos -hasta en los gestos-. Ahí es donde el Chipperfield que se aleja del ruido y la furia de la City londinense se muestra como el Chippi del bar do Porto, el que sus vecinos de Corrubedo tratan como uno más, que no quiere ser turista en Barbanza sino parte de una familia disfrutando el mar, con su mujer Evelyn y sus tres hijos. «Navigare necesse est». Ah, la vida era esto. Ya lo decía Plutarco.