El misterio de la Quinta Avenida

María Oruña

CULTURA

EDGARDO CAROSÍA

01 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Hacía un frío de mil demonios en aquel New York de marzo de 1929. Era tarde y el pequeño Peter, con nueve años, regresaba ya a casa por la Quinta Avenida. En el aire se respiraba cierta tensión contenida, como si la población intuyese cómo se acercaba la Gran Depresión.

Para Peter, su única misión del día consistía en escabullirse del colegio y en lograr algún penique extra. A veces echaba una mano a una costurera repartiendo sus encargos; otras, tomaba prestadas algunas monedas de bolsillos ajenos. Cuando un policía se dirigió a él aquella noche, sintió cómo un calor inquieto le subía desde las entrañas hasta la garganta. Sin embargo, no había amonestación en el gesto del guardia. ¿Y qué era aquello que le ofrecía? ¡Dos centavos! Con aquella cantidad podría comprarse hasta el New York Times, si quería.

-¿Y solo tengo que colarme por ese ventanuco de ahí? -preguntó Peter, cuando el policía lo llevó dentro del edificio frente al que lo había encontrado.

-Eso es, muchacho. Pero recuerda, solo debes saltar y descorrer el cerrojo para abrirnos la puerta. No mires nada más, ¿estamos?

Peter alzó la mirada hacia la estrecha ventana rectangular que se abría horizontalmente sobre la puerta. Sabía que aquel piso de planta baja era del señor Fink, que al otro lado tenía una puerta que daba a la calle, y que era desde donde despachaba los encargos de su lavandería. La había visto con la verja echada al caminar por delante. El pequeño consiguió colarse a duras penas por la ventana, deslizándose lo máximo posible para evitar el impacto de la caída al otro lado. No pudo evitar mirar. Al fondo del cuarto estaba tirado el señor Fink. ¿Cuántos años tendría, 30? Estaba cubierto de sangre. Asustado, Peter se concentró en su misión. Rápido, deslizó el cerrojo de hierro y abrió a los policías. Se hizo a un lado y, de pronto, se volvió invisible. Ya nadie le prestó atención. Pero él sí estuvo pendiente de todos los comentarios.

Al parecer, una vecina había escuchado gritos en la lavandería. Al llegar, la policía había comprobado que el local estaba cerrado por dentro, pero desde el ventanuco les había parecido ver la sombra de un cuerpo tendido al fondo de la habitación. El cadáver tenía tres tiros: dos en el pecho y otro en la mano izquierda. Parecían disparos a quemarropa, a poca distancia. No podían haber sido realizados desde el ventanuco. ¿Sería un suicidio? Imposible, tras inspeccionar la habitación, habían comprobado que allí no había ningún arma. ¿Cómo podía ser, si el señor Fink estaba allí solo, encerrado?

Nadie había robado el dinero de la caja registradora ni el que el señor Fink llevaba encima. El «crimen imposible» salió en toda la prensa del día siguiente. Y el pequeño, impactado, siguió el desarrollo de la investigación durante meses, aunque la policía de New York terminó por cerrar el caso, que Peter llegó a contar mucho después a sus nietos.

¿Sería posible lo imposible? Hoy, con un estudio del orificio de entrada y salida de los proyectiles habría sido más fácil asirse a deducciones. Y una revisión de las marcas de pólvora en el cuerpo quizás mostrase que la distancia desde la que habían sido realizados los disparos no era tan corta, sino que la temperatura elevada de la lavandería podría haber alterado el estudio inicial de las pruebas de parafina. Pero el niño que habitó en Peter hasta sus últimos días siempre sintió que había sido aquel aire tenso de las calles el que había matado al señor Fink, como si la oscuridad, si nos descuidábamos, pudiese siempre colarse en nuestro interior.

María Oruña, (Vigo, 1976) es autora de la serie Los libros del Puerto Escondido y del éxito El bosque de los cuatro vientos.