Silbar sobre la noche y la niebla

José Luis Losa

CULTURA

03 mar 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Hace semanas, la Berlinale premiaba Amar, beber, cantar. La firmaba un nonagenario que, ahora lo sabemos, era plenamente consciente de que se apagaba. En los créditos finales de su película así lo anuncia. Decía, elegantemente, adiós. Pocos lo percibieron, porque lejos de pretender despedirse con una oración fúnebre filmada, Alain Resnais prefirió hacerlo con un vodevil, un juguete cómico. Un bel morir. Toda su vida la honró testimoniando su tiempo, el siglo de las ideologías fuertes, desde una honestidad ajena a las banderas de partido. Narró en imágenes la memoria de la bomba atómica; de los campos de concentración con ese hito, Noche y niebla; la repulsa del franquismo, y también del comunismo burocratizado y zafio, en La guerra ha terminado, o la escalada en Vietnam. Incluso se adelantó a los seísmos de los cracs de la especulación financiera en Stavisky, donde disfrazó a Belmondo de cosmopolita lobo de Wall Street.

Pero todos los tiempos fueron los suyos. Prohijó a la nouvelle vague y detonó por dentro los moldes del cine adormecido. Revolucionó las formas durante 70 años. Pero envejeció como Benjamín Button. Era -lo vimos en la Berlinale días atrás- un alegre niño sabio, de vuelta de todas las batallas.

Hay cineastas que eligen despedirse cavándose hermosísimas tumbas, como Huston (Dublineses) o Ford (Siete mujeres). Otros, como Oliveira o Resnais, deciden rejuvenecer y festejar el paso a la Laguna Estigia bromeando.

Después de recorrer los cascotes de un siglo crudelísimo, Resnais creyó consecuente y justo pasarse el resto de su vida creativa silbando en la pantalla. Esa joie de vivre es una danza dionisíaca que se prolongó durante 20 años, hasta el divertimento premiado en Berlín, en el cual deja que sus actores habituales de la Comédie Française beban, amen y canten sobre su tumba, sin necesitar cebollas para demostrarle su amor.