Hombre fotocopia

Jose Barreiro

CULTURA

«Con la muerte en los talones»

27 feb 2015 . Actualizado a las 15:51 h.

| Hay gente que nace con un esqueleto que funciona y punto. Si a eso le añades un traje estupendo, el bronceado de un político italiano y que de él dependan varios barman, pues tienes a Cary Grant. Su rostro es el cine, igual que su forma de andar o de pedir una copa son el borrador previo del James Bond de años posteriores. Alcanza tal grado de sofisticación que a uno se le hace raro que no lo acompañe un sastre a todas partes. La secuencia inicial de Con la muerte en los talones es el claro precedente de la serie Mad Men, en la que su protagonista, Don Draper, es una clonación sin gracia de Grant. Posee su porte, su traje, incluso su peinado, pero le han amputado la cualidad que convierte a Grant en un actor inolvidable: su vis cómica. En esta primera escena, Cary Grant interpreta a un agente publicitario que camina por Madison Avenue mientras le dice con sorna a su secretaria: «En el mundo de la publicidad no existe la mentira, si acaso se llama exageración». Hitchcock le toma la palabra y fabrica una burla exagerada. Rueda una historia de espías internacionales que, en realidad, es una comedia camuflada llena de situaciones disparatadas -si alguien desea cometer un asesinato, ¿no hay modos más efectivos de hacerlo que con una avioneta fumigadora?- y momentos geniales en los que Hitchcock le presta tiempo a Cary Grant para que haga sus payasadas, vamos, lo que mejor se le da: hacer de comediante. El argumento es escueto como una colleja: confunden al protagonista con otro hombre y se convierte en el cebo humano de una intriga de espionaje. No le queda otro remedio que correr y correr como un hámster que sueña con una meta al final de la rueda de su jaula, en este caso un tren que no está hecho a prueba de encontronazos con rubias. Con la muerte en los talones es cine puro. Un McGuffin toda ella. Hitchcock es tan moderno que todavía no hemos llegado a su época, al menos algunos. Ni siquiera necesita una historia con enjundia. Le basta un guión en el que poner en práctica su dominio de la velocidad y la concatenación de escenas gratuitas para rendir al público con su precisión de relojero. Lo fumiga con emociones, como la avioneta de su famosa secuencia. Por qué verla Por la escena de amor del tren: tan inverosímil que pasa del estatus de ridícula a sublime Por sus colaboradores habituales: Saul Bass y sus títulos de crédito, o Bernard Herrmann y su música, que es a Hitchcock lo que una canción irlandesa a John Ford