En apenas unas semanas, coinciden cinco filmes sobre el oficio de escribir y la pasión de leer que reivindican el pacer mágico de la literatura impresa
24 nov 2012 . Actualizado a las 12:20 h.Un niño prodigio acaba materializando y enamorándose de la protagonista de su exitosa primera novela en Ruby Sparks (Jonathan Dayton, Valerie Faris). Un escritor de fama narra la historia de otro que se apodera de un antiguo manuscrito y lo pasa como propio en El ladrón de palabras (Brian Klugman, Lee Sternthal). Un profesor de literatura deberá evitar el enamoramiento de una veinteañera apasionada de la lectura a la que casi dobla en edad en Amor y letras (Josh Radnor). Un periodista especializado en novelas de sucesos terribles investiga para su próxima obra en Sinister (Scott Derrickson). Son cuatro películas llegadas a las pantallas desde Hollywood en las últimas semanas con inequívoca vocación de cine indie en cuanto a presupuesto, pero destilando un insólito interés por las palabras y los libros, sobre todo... de papel. Súmese a ellas la francesa En la casa (François Ozon), con un profesor de instituto apesadumbrado por la apatía del alumnado hacia el acto de leer y escribir, hasta que descubre un filón literario en aquel que se sienta en la última fila.
Quizá tanta coincidencia sea algo más que un sarampión ya que el público parece responder en taquilla a estos estímulos, aún con su dispar ejecución y acogida crítica. Si hasta ahora lo habitual es que las productoras se hagan con los derechos de un best seller para llevarlo a imágenes (un hábito casi tan viejo como el propio cine), las películas mencionadas optaron por irse al otro lado y reconvertir la propia literatura (y en consecuencia a la palabra) en protagonista.
En estos tiempos de efectos digitales 3D y macroespectáculos ruidosos acaparando las pantallas, no deja de sorprender tan inusitado interés. Curiosamente ocurre en plena polémica en Estados Unidos en torno a la demanda del Departamento de Justicia contra Apple Inc. y las cinco editoras más importantes del país (Macmillan, Penguin, Hachette, HarperCollins y Simon & Schuster) por haber pactado los precios de los libros digitales, modificando así de manera artificial el mercado local del ejemplar electrónico, para hacer pagar al consumidor por encima del precio real. Al mismo tiempo, los editores denunciantes, fieles todavía al soporte papel como favorito del público, lograron demostrar la perversa campaña previa de aquellos a favor del libro digital bajo el discutible argumento de que la nueva tecnología facilitaría ejemplares «mucho más baratos» que en papel.
No descubriremos a esas alturas del cine y del siglo XXI la falsa inocencia de Hollywood, pero de alguna manera productores y guionistas parecen haberse puesto de acuerdo para reivindicar el viejo oficio de escribir y el placer mágico de la lectura impresa. El escritor de Ruby Spark comienza en una máquina convencional, aunque después se pase al Mac, como hace el de Sinister. En El ladrón de palabras, la cámara se recrea en la vieja Underworld del autor del texto perdido en el París de la posguerra. El joven estudiante de En la casa escribe en su cuaderno de clase y a mano. El profesor de Amor y letras se mosquea porque la joven devora novelas «de vampiros» de calidad cuestionable (las referencias a Crepúsculo rondan la insolencia) y le enviará una «obra maestra» del género: Drácula, de Bram Stoker. Puede que solo sea coincidencia, pero en tiempos tan convulsos como estos, cuando el libro se erige como eficaz revulsivo contra el pesimismo y la desesperanza, que tenga en el cine a un aliado no deja de ser una sorprendente novedad. Alabada sea.
En tiempos tan convulsos como estos, que el libro tenga en el cine a un aliado no deja de ser una sorprendente novedad. Alabada sea.