El pasado colonial de Tintín

Xesús Fraga
xesús fraga REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

Hergé retrató la visión que los belgas de los años treinta tenían del Congo

16 oct 2011 . Actualizado a las 12:07 h.

En el Tribunal de Primera Instancia de Bruselas se ha dirimido estos días un caso singular, por su naturaleza y porque los hechos se remontan a 1931. Lo que se juzga es si el álbum Tintín en el Congo, escrito y dibujado por Hergé en los comienzos de su carrera, es culpable de racismo y apología del colonialismo, según sostiene el demandante, el ciudadano belga de origen congoleño Bienvenu Mbutu Mondondo, quien reclama que el álbum se retire de la circulación y se prohíba en todo espacio público. Frente a la posición de Mondondo, que califica la historia de «insulto a los negros», Moulinsart, poseedora de los derechos de la obra de Hergé, y la editora Casterman argumentan que Tintín en el Congo es el reflejo del pensamiento dominante en la Bélgica de comienzos del siglo XX y que Hergé no puede ser culpable de discriminación, ya que en su trabajo nunca hubo tal intención.

El álbum ambientado en el Congo, al igual que su inmediato predecesor, Tintín en el País de los Soviets, han sido objeto de polémica desde hace años. El propio Hergé los calificó de «pecados de juventud», aunque nunca renegó de ellos. «Era 1930. Yo no conocía de ese país [por el Congo] más que lo que la gente contaba en aquella época: ?Los negros son unos niños grandes... tienen suerte de que nosotros estemos allá?. Y yo dibujé a estos africanos según estos criterios, con el más puro paternalismo, que era el de la época en Bélgica».

Ambiente burgués

Hergé atribuyó estas ideas al «ambiente burgués y conservador» en el que creció. Su carácter fue modelado en el colegio religioso Saint Boniface y su paso por los scouts católicos. Con 18 años recién cumplidos se inició como aprendiz en Le XXe Siècle, un periódico conservador dirigido por el sacerdote Norbert Wallez, quien rápidamente identificó el talento de Hergé y le encomendó sus primeras historias en el suplemento juvenil del diario, Le Petit Vingtième. Por encargo de Wallez, Tintín fue enviado en su estreno a la Unión Soviética para desenmascarar a los malvados bolcheviques. Para la siguiente aventura, el religioso eligió el Congo, deseoso de destacar el papel de los misioneros y justificar el colonialismo belga en África. Para ambos libros Hergé se documentó en testimonios sesgados o falseados, algo que más tarde el dibujante, un obseso por la minuciosidad y la verosimilitud de sus viñetas, jamás se perdonaría.

Por ello, en 1946 aprovechó la oportunidad que le brindaba la edición en color de Tintín en el Congo para aligerarlo de su carga colonial y eliminar aquellos episodios más negativos o ingenuos. Así, una lección de patriotismo se transforma en una de matemáticas y las cacerías del reportero se rebajan sensiblemente. Con casi veinte años de trabajo, Hergé ya había avanzado notablemente en su concepción del cómic e introdujo modificaciones de composición, diálogo y ritmo. Más importante, el propio Tintín también cambió: menos belga y más europeo, menos cristiano y más laico. Pero llegaron los años de la descolonización y el álbum cayó en desgracia; no fue reeditado hasta 1970.

A Hergé también le perjudicaron los vínculos que mantuvo, a través de Wallez, con el fascismo de su país, conocido como rexismo y liderado por Léon Degrelle, así como su trabajo en Le Soir, un periódico de clara línea colaboracionista en la Bélgica ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. El dibujante siempre negó ser de izquierdas o de derechas y se definía como alguien de «buena fe» y un «hombre de orden». Como también rechazó las acusaciones de racismo. La evolución de Tintín responde por él: apoya a los chinos frente al imperialismo japonés (El loto azul), defiende a los indígenas sudamericanos (Prisioneros del Sol), se pone de parte de unos gitanos acusados injustamente de robo (Las joyas de la Castafiore) y denuncia los totalitarismos (El cetro de Ottokar y El asunto Tornasol), hasta pintar de farsa las dictaduras en Los Pícaros. En esta aventura lucía pantalones vaqueros y un adhesivo de «haz el amor y no la guerra» en el casco de su moto. El salacot del Congo había quedado muy lejos.