¿El futuro de qué?

César Wonenburger

CULTURA

25 ene 2010 . Actualizado a las 09:56 h.

No puedo tener nada en contra de que el público vuelva a llenar las salas cinematográficas no para acudir a ver una película, sino para asistir a algo más parecido a un acontecimiento como un Madrid-Barça o el último truco del mago Antón. Faltaría más.

Lo que me resulta no ya inaceptable, sino profundamente triste, es que la hábil operación de márketing que ha rodeado el desembarco de la última producción de James Cameron puede convencernos de que efectivamente Avatar es el futuro del séptimo arte; de que este vulgar batiburrillo de filosofía new age, música ampulosa e imágenes diseñadas por ordenador señale un antes y un después de algo. Para quienes crecimos creyendo que el cine era una ventana abierta al mundo nos resulta difícil pensar que el invento de las gafitas (en el fondo, un simple masaje para los ojos en esta época estúpidamente fascinada por la tecnología), pueda llegar a reemplazar a ese otro modo de reflexionar sobre nosotros mismos que cultivaron desde sus orígenes los maestros que sí hicieron avanzar el invento de los Lumière con su imaginación, inteligencia y sentido del humor.

El cine simple, efectista y epidémico de Cameron, por más que pueda servir de eficaz entretenimiento narcótico, se borra de la memoria nada más abandonar la sala. Así que insistan todo lo que quieran, que lo cubran de Oscar, pero que no nos digan que esto es el futuro. Si la salvación del cine pasa por convertirlo en un gran parque de atracciones acabará siendo un arte sin vida, museológico, cuyos principales logros habrá que rastrearlos en lo que aún pueda conservarse de su glorioso pasado.