El jardín sin peces

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa A CORUÑA

A CORUÑA CIUDAD

Los pequeños coruñeses todavía se asoman a ver si atisban algún pez de colores en la fuente de Méndez Núñez.
Los pequeños coruñeses todavía se asoman a ver si atisban algún pez de colores en la fuente de Méndez Núñez. eduardo pérez< / span>

Los caballitos y los fotógrafos minuteros se han esfumado de Méndez Núñez

08 mar 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

A Coruña libra un pulso secular consigo misma: primero, se rellena un pedazo de mar, para ganar terreno y expandir la ciudad, hasta que, unos años después, viene otra corporación municipal y se pone a excavar donde los antiguos habían alicatado el océano.

En el Relleno propiamente dicho lo que se ha rellenado es un pedazo de Atlántico, para plantarle encima muchos árboles y algunos niños jugones, que lo mismo son pegones que cobrones.

Con el permiso de Radio Futura, Méndez Núñez es nuestro jardín botánico, es el herbario en el que las generaciones han ido pegando pinos, hayas, magnolios, palmeras, viñátigos, un ombú de raíces como patas de mamut y hasta un tulípero de Virginia.

Además de especies exóticas y jubilados del país, en los jardines se dan muy bien los bustos, las estatuas y los monumentos, que se ve que prenden en seguida en esta tierra abonada para placas y homenajes municipales.

En la Rosaleda está el monumento a Linares Rivas, un señor que ya nació con nombre de estatua, de placa, de avenida. Pero lo importante de la Rosaleda eran los arcos que habían puesto allí para que se enredasen las rosas y que nosotros utilizábamos de porterías porque cumplían el primer teorema fundamental del fútbol: todas las porterías tienen un charco debajo.

Aquí brotan de la nada el escritor y el periodista, que nacen del humus del Relleno como aquellos hombres de regadío nacían en la huerta de Amanece que no es poco, y así han salido del césped los relieves de Valle y su barba de chivo barroco, Wenceslao (en versión abstracta: apenas el perfil de la nariz), Castelao, Pondal o Murguía, al que se le están cayendo las letras del pedestal, qué paradoja. En agosto, a estos escritores de piedra y bronce les montan delante de las napias la Feria del Libro y hasta parece que se dibuja una sonrisa en sus rostros de perpetua posteridad.

Los jardineros pastorean los bustos y vigilan con mimo el reloj floral, al que de vez en cuando le arrancan las agujas los vándalos botelloneros, como si quisiesen amputarle al tiempo su flecha.

Pero monumento, lo que se dice monumento, es el que le talló Asorey a Curros Enríquez, con su arpa de piedra y su fuente, uno de esos conjuntos escultóricos de cuando el país se tomaba en serio a sus poetas y se echaba a la calle en masa a llorar su muerte. Hasta cuentan que a Curros lo iban a enterrar allí mismo, frente a las palmeras altísimas del paseo de coches, pero por ahora sigue en San Amaro, con Pondal y Murguía. Con los suyos.

Entre Curros y Daniel Carballo (estatua de levita por traer el ferrocarril a la ciudad) estaban hace ya muchos años aquellos coches de caballos a pedales en los que dábamos vueltas a la explanada hasta quedarnos sin resuello y sin paga. Cuando ya no había más monedas, jugábamos a correr detrás de los caballitos de los otros, solo por incordiar a los niños con posibles, que llevaban la raya al lado e iban siempre muy peinados y planchados. Ya no están los caballitos, ni los fotógrafos minuteros con sus cajas oscuras, ni tampoco los estorninos, que antes, cuando los niños y los bichos no molestaban en la ciudad, dibujaban arabescos y filigranas en el cielo del invierno, al atardecer, y defecaban con generosidad sobre las palmeras y los paseantes (todo muy repartido, como se repite cada 22 de diciembre).

Siguen ahí la explanada, las palmeras de cuello de jirafa y el palco de la música, que es como uno de esos cafés nuevos que imitan a los viejos, pero no son lo mismo, no tienen poso, ni polvo, ni mugre, ni historia. El palco, además, lo plantaron en medio de un túnel de viento, entre el Kiosco Alfonso y el hotel, y la banda municipal ya casi nunca pudo tocar allí, porque volaban las partituras, los oboes, las trompas y hasta algún profesor flacucho aferrado a su instrumento.

La que no está ya es la estatua de Pardo Bazán. Como los del botellón no paraban de partirle dedos y dejarle gintonics a medio beber en el canalillo, se decidió guardar a buen recaudo la piedra original y poner en su sitio una réplica, lo cual no deja de ser una rendición ante los bárbaros. Doña Emilia es una de esas escritoras que tenemos escondidas en algún almacén municipal -como su estatua-, a la espera de que venga alguien a redescubrirla, a montarle un revival.

Los niños todavía trepan a la chepa del águila encadenada del monumento a Concepción Arenal, justo enfrente de la fuente, donde contábamos peces de colores y hojas muertas.

Todos teníamos la foto de los cuatro años sentados en el borde de la pecera, digo, de la fuente, con cierta cara de susto, porque aún no sabíamos nadar y soñábamos que en aquel último círculo oscuro del interior se refugiaban unos peces abisales, de ojos desorbitados y fauces babosas, que no se asomaban a la superficie para que no los desintegrase la luz solar (como a los vampiros).

Aquí se curraba uno su educación sentimental, porque en un par de años pasabas de comprar barquillos o contar peces muertos a darte el lote a la sombra del ombú. Y es que los jardines de Méndez Núñez (don Casto) eran los del primer pitillo tosido a medias con los colegas y los de aquellos primeros lotes y magreos con las novias perdidas. Unos morreos obstinados, torpes y altivos, como la adolescencia misma.

Vuelves al parque, cuarenta años después, y resulta que los peces naranjas y la infancia han volado a alguna parte. Igual están arrumbados, junto a Pardo Bazán, en un depósito municipal.